Ricardo Castillo
sí, yo era el más obediente de todos,
un hijo más que se había sorbido toda la sopa
que indica que el meollo de la onda está en subir
una escalera,
y la verdad que me sabía delicioso y fácil
saber que una suma tiene sus secretos,
que una división sus restas,
era yo feliz acumulando en mi fiel memoria todas
las operaciones
Ricardo Castillo
sí, yo era el más obediente de todos,
un hijo más que se había sorbido toda la sopa
que indica que el meollo de la onda está en subir
una escalera,
y la verdad que me sabía delicioso y fácil
saber que una suma tiene sus secretos,
que una división sus restas,
era yo feliz acumulando en mi fiel memoria todas
las operaciones
son sus posibles horizontes y recompensas,
hasta que un día el gato favorito
fue un pájaro que nunca más durmió bajo mi cama.
La cosa se puso mal,
un día vi un agujero en la cochera de la casa
no supe decirme desde cuándo estaba esa herida,
mi madre en el mercado comprando lo que había
deliberado la noche anterior
mientras a mí me salían vellos en el sexo,
me puse de plano nervioso, me sentí feo,
estaba en la secundaria y todos,
gordos y flacos, tíos y tías,
me dijeron que ya no era un niño,
que en lo futuro debía procurarme el rincón más oscuro
para masturbarme;
se me atoraba la comida al comer,
me daban cosquillas los debajos de las mesas,
ya no soportaba los paisajes de la sala
y me ponía hasta la madre cualquier consejo,
hasta que rompí un jarrón
estrellé un vaso, tú entiendes,
dije ¡no!, un grito que no entendieron,
entonces aprendí a faltar a clases,
a reprobar materias,
a sentir otras palabras
y a darme de putazos con cualquiera.
Era yo muy bueno para pelear
porque siempre tenía demasiado coraje,
tal vez porque el mundo me parecía insoportablemente pendejo,
era yo un perro casero con la mandíbula entumecida,
harto de roer un hueso de plástico hasta destrozarlo,
era una época en que me pasaba las horas frente al espejo
tratando de saber si era yo,
odiándome por sobre todas las cosas
y sin embargo amándame más que a ninguna.
Me gustaba emborracharme solo
o acompañado, como fuera,
al principio casi me escondía,
alguna calle sin luz,
algún arbusto del parque,
pero ya después hasta en el atrio de la iglesia,
todos me conocieron otros ojos menos avergonzados,
más retadores para con los gordos y flacos, tío y tías,
que me reclamaban que ya tenía dientes,
que ya no podía negarme a poner los pies en la banqueta
que me recitaban,
pero yo entonces acusaba de pastel sin natas a mi pasado,
era yo el novio de la mota,
el enamorado de las horas altas,
el amigo, en fin, de la sospecha,
y la universidad se me hizo un parque convertido
en estacionamiento,
quise ser comunista,
pero se me figuró que era otra manera de adorar
la máscara de la inteligencia,
de explicar con seriedad un chiste
en vez de contarlo y hacer reír,
al menos así eran los comunistas que conocí,
o no entendí o era otro mi pedo,
el caso es que me hice el Solitario Incomprendido
que tragaba ácidos en la barranca de Huentitán,
que comía hongos de estiércol en las praderas de Tonalá,
el que sentía su corazón como un estadio repleto,
pero sin partido.