Antonio León
La ciencia médica, desde Hipócrates hasta los estudios anatómicos de Leonardo Da Vinci, y aún hoy, permanece cubierta de un halo de magia de luz y sombra que, a lo largo de la historia, parece hipnotizar a no pocos artistas. Ello a pesar de los grandes avances tecnológicos y la desacralización que significa contar con nuevas curas y un entendimiento distinto de esta ciencia, a como lo era por ejemplo en la edad media o en el renacimiento.
La dicotomía del cuerpo humano como contenido y contenedor, ha desarrollado sendos estudios y obras maestras en el arte que van más allá de la simple contemplación y embeleso por las siluetas del cuerpo y la proyección de la carne, como una manifestación simbiótica del alma.
Antonio León
La ciencia médica, desde Hipócrates hasta los estudios anatómicos de Leonardo Da Vinci, y aún hoy, permanece cubierta de un halo de magia de luz y sombra que, a lo largo de la historia, parece hipnotizar a no pocos artistas. Ello a pesar de los grandes avances tecnológicos y la desacralización que significa contar con nuevas curas y un entendimiento distinto de esta ciencia, a como lo era por ejemplo en la edad media o en el renacimiento.
La dicotomía del cuerpo humano como contenido y contenedor, ha desarrollado sendos estudios y obras maestras en el arte que van más allá de la simple contemplación y embeleso por las siluetas del cuerpo y la proyección de la carne, como una manifestación simbiótica del alma.
Pensar en cómo Lucian Freud logró, a través de trazos fuertes y color, dar otra dimensión al cuerpo-contenedor, despojando a la materia de su frialdad, y sembrando en cada obra un elemento espiritual y psicológico de cada modelo; llegando a instaurar una reflexión profunda entre el creador, su creación y quienes contemplan; lo que sin duda nos remite, siglos atrás, al asombro que debieron sentir aquellos que, por primera vez, contemplaron el cuerpo desde adentro; el cuerpo en su perspectiva científica como contenido.
Esta misma mirada, esta visión plástica reiterativa de observar al cuerpo humano desde adentro, generando un análisis y una revisión de la materia, como un todo, donde el alma no admite separación alguna, y a través del lápiz, tinta, papel, hilo bordado e incluso huesos de animales, Carlos Santos pone de manifiesto un discurso plástico que da pie y actualiza las interrogantes sobre la vida y la muerte; y sin necesidad de pretender dar respuesta, hace evidente lo inexplicable sobre nuestra débil y maravillosa condición corpórea.
Porque no es ajeno que su labor de investigación le haya llevado a las aulas de la Facultad de Medicina, y que con esa curiosidad de aprendiz de mago haya desarrollado un trabajo auténtico que se ciñe a su propia filosofía de vida. Con el rigor de anatomista, Santos ha profundizado en las brechas del cuerpo-contenido. En los telares que, de manera paciente, ha ido bordado: corazón, venas, arterias o pulmones, con reminiscencia de viejas ilustraciones de medicina; pero que se hace presente en una reflexión fresca y moderna sobre la génesis de la vida, donde plenamente se manifiesta como artista.
Con constancia, disciplina y con un carácter arrojado, pero sobre todo independiente, Carlos Santos va recorriendo un difícil e intrincado camino. No se rinde ante la autocomplacencia cuando sus hallazgos plásticos le han llevado a realizar su serie de los bordados en tela, y que él vio agotado en su momento, alejándose de caer en una simple formula comercial y de mercadotecnia. Porque su creatividad no se ciñe a unos pocos elementos, sino que indaga constantemente en el potencial de los diversos materiales que sirven a su labor.
La serie de las radiografías, elaboradas con carbón sobre papel, así como las series de los dibujos negros, son mantras que comunica al cuerpo con el alma. Es la imagen lo que graba el paso del tiempo, es la huella intemporal que se va dejando. Y con esa consciencia de su función como creador, como artista, Santos no revela una actitud frívola y complaciente frente a los heraldos del consumo y del mercado del arte. Entiende los mecanismos que mueven a la labor de difusión de las galerías y los museos, y reconoce con humildad la fuerza y el valor de la obra de los otros, defendiendo con vehemencia la producción de los nuevos valores en la plástica.
Se asume en su individualidad conceptual, pretendiendo avanzar y romper para insertar al final otra visión: la suya, la cual no es distinta a la de Gabriel Orozco; que tampoco está alejada de la que tienen Antony Gormley, por mencionar a sólo ellos dos. Porque cuando se entrega alma y cuerpo a la misión del arte, como él hace, el resultado no puede ser de otro.
Carlos Santos va construyendo su obra con fuerza, entrega y originalidad que sólo es de vislumbrarse en poco creadores, en este mundo del arte actual tan contaminado de modas, poses y consumismo.
Del camino andado, en la obra de Santos, aún queda mucho por ver; y tal como Virgilio en la Divina Comedia, al final del camino, todo cobra sentido. Con los años y el trabajo arduo va armando el rompecabezas, como si se tratare de un cuerpo desmembrado, recorriendo y agotando cada porción de él, como si tratare de una nueva conquista, revelando el asombro que no se debe perder. Porque en las fronteras de su obra se nace y muere cada día.