Por Maximiliano Cid del Prado
Tienen los presos una gata a la que aman.
Indiferente y orgullosa la felina se pasea por los talleres
en donde los reclusos hacen su jornada.
En ocasiones los mira desde lejos retorciéndose en el piso
con sus ojos de lagarto.
En los días calurosos,
la gata aparece dormida en la litera de algún hombre.
Al despertar
el animalito se estira en un espasmo perezoso
entre las piernas de un convicto.
Un día nefasto
la gata llegó al taller maullando locamente.
Un alacrán la había picado.
Luego de unos minutos de agonía,
murió ante los ojos de los prisioneros.
Uno de ellos,
aquel que cometió los actos más salvajes,
tomó a la gata y la enterró en el patio.
Un par de hombres hicieron guardia
bajo el sol del mediodía.
Otros, se escondieron en sus celdas
a llorar amargamente
como se llora la muerte de la mujer amada.