Bernardo Ruiz
Es la madrugada,
camino en medio de las horas
entre la niebla
y las luces que compiten:
flores secas
las farolas dispersas;
breves bengalas,
las estrellas de la hora.
Bernardo Ruiz
Es la madrugada,
camino en medio de las horas
entre la niebla
y las luces que compiten:
flores secas
las farolas dispersas;
breves bengalas,
las estrellas de la hora.
En mí, las cicatrices:
los rostros perdidos de amores muertos;
la imborrable imagen
de la agonía larga
como una lanza
por la que mi madre muere
desangrada entre voces de fantasmas
y los ojos vacíos.
Recuerdos y ningún
indicio que anuncie el fin
de esta travesía
emprendida inútilmente
— como el tránsito de los israelíes
años luz, más allá de cualquier cifra—:
cuando arrepentido,
te busqué, ya sin oportunidad
ni perdón.
Aferrada en mi cuello
la mano insensible del ángel oscuro
me arrastra
hacia el abismo.
[Lo sé, como si la noticia
apareciera dictada por un sueño].
Atesoro en mi alma la fatiga,
la nostalgia de alguna caricia
o algún eco;
de música de fondo,
una canción de Thomas Tallis,
un miserere a capella
y un tañido de campana
que llama a vísperas o anuncia
a algún difunto.
E insiste, insiste.
Vienen por mí.
Mientras,
entono mi mea culpa:
Canta, padre nuestro, resucita,
surja tu esqueleto de la tierra y
recupere tus carnes, vísceras y corteza áspera.
Canta con tu hocico de lagarto
y espanta moscas con gesto episcopal.
Para qué las lágrimas
y la humildad
la súplica fútil para ningún perdón:
lo hecho, hecho está,
así: irredimible.
Para qué enumerar las cuentas
pendientes
que ya no cuelgan de nada.
Lo que queda de mí
es el de la vida
noticia e inventario.
Este camino sombrío
donde la ilusión, la vanidad,
y cualquier poder
se pierden en la caída
down, don
down, don
down, don
y ya no importa siquiera
el final
grito-quejido,
quejido-grito
que oculta el aleteo sin rostro
del siniestro dueño
de este ilimitado vacío.