Opúsculo de la selva

Gerardo Horacio Porcayo

 

I

Inicio el grito mucho antes, apenas el viejo aroma golpeó sus fosas nasales y arrancó el olvido las sensaciones de vértigo.

Todavía se detuvo en la despedida. Sus hombres, aún más añejos que él mismo, sorteaban los sentimientos bajo extremos de nostalgia y sorpresa ambigua.

–Es lo que siempre fuiste, bwana –dijo uno, cuyo nombre ya no era capaz de recordar. Sólo su mujer siguió sus pasos a través de la espesura. Las bandas metálicas de su silla de ruedas arrancaron hierbajos y hojas podridas del suelo. Sus cabellos, antes rubios y sedosos, flotaban enmarañados y cenicientos bajo el impulso motorizado.

El hombre (que ya no era completamente un hombre) no quiso verlo. Tampoco necesitaba adivinar las lágrimas ni acrecentar la duda o la extrañeza.

La mujer movió nerviosa las manos sobre los controles de su silla, buscando una aceleración imposible. Las palabras se enredaron y sólo consiguió expresar una suerte de mugido paquidérmico.

El hombre corría, inclinado, sus nudillos apoyándose de vez en cuando en la tierra. Sus ropas quedaron atrás alfombrando el lugar, como preparándolo para su llegada inminente. El taparrabo no era más una necesidad. Tampoco el cuchillo de caza…

–¿Volverás? –alcanzó a preguntar la mujer en plena desesperación.

El hombre, por toda respuesta, finalmente emitió un grito.

Y no era humano.

 

II

Los recuerdos venían con el viento, con la sensación de la liana bajo sus manos modificadas. Recuerdos múltiples, sentimientos ambiguos.

Paradojas… Atrás quedaba Jane y el mundo tecnológico. Adelante su ayer… Quizá no estaba preparado. Quizás era demasiado juego.

Había vuelto, después de la civilización, del entorpecimiento progresivo de sus músculos. Había vuelto a su infancia, al concepto infantil de sí mismo, no como hombre… No completamente.

Cinco meses atrás era un hombre, uno muy viejo que apenas era capaz de anticipar la defecación… Ahora una pelambre negra y lustrosa cubría casi todo su cuerpo y se erizaba al escuchar los gritos de su segunda familia o al menos de los descendientes de ella.

Buscaba el ayer. Terminar con su ayer. Tal vez sólo igualarlo, y darle cauce, salida a los traumas…

La ingeniería genética le había dado esa oportunidad. Una sola oportunidad. Su opción no fue evidente al principio, pero mientras agotaba la fortuna familiar, mientras Jane se oponía a someterse a una intervención parecida, hizo su elección: ser lo que nunca fue y revivir el pasado.

III

La agresión fue al recibimiento. Siempre lo supo, conocí las costumbres de los grandes antropoides.

Un macho avanzó a su encuentro, gruñendo, manoteando ferozmente.

La sonrisa tatuó sus labios. Estaba vivo y por sus venas corría la adrenalina. Sería una lucha de iguales.

Dio un salto y gruñó, mostrando sus ahora inmensos colmillos.

Después, sangre y vértigo.

 

IV

Años atrás Jane hubiera sido la primera en escucharlo. Ahora sólo percibió la agitación tras el velo de sus lágrimas: sus guerreros realizaban los viejos rituales de bienvenida.

“¡Regreso!”, se dijo, tratando se vencer la gravedad de levantarse de la cama y recibir a su hombre.

Cuando en la comitiva hubo murmullos de sorpresa, supo que algo no iba bien. Tras la apertura de la puerta sus sospechas se confirmaron.

–Vencí –murmuró el hombre-mono en el lenguaje de los grandes antropoides, mientras la sangre fluía de múltiples heridas.

Hizo una pausa y, con evidente dolor, aspiró profundamente.

El sol, en la Escarpa Mustia, aún pudo escuchar su último grito.

 

A la memoria de Johnny Weinsmuller y Edgar Rice Burroughs

Angelópolis, 12.01.93

 

[Número 60 – Literatura Actual de Costa Rica]

 

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