Por Francesca Gargallo Celentani
Desde que recibí la invitación del Museo de Arte Popular a la inauguración de una instalación de Elizabeth Ross titulada Notlallo, una palabra nahua que significa tanto mi cuerpo como mi tierra, y que presenta dos mazorcas de barro oscuro, una en impresión y la otra en bajorrelieve, sentí una viva emoción. El 6 de abril llegué a Revillagidedo 11 esperando algo. Con la tierra y con el maíz no se puede jugar, toda mazorca es una vulva dentada, una promesa de dulzura, carne del propio esfuerzo y del propio placer. En América, la humanidad es hija del maíz porque seres humanos somos lo que hacemos, lo que se nos ofrece y transformamos. El maíz que somos, la tierra en que brota, es nuestro cuerpo que se hace territorio con la fauna que lo habita, los campos, selvas o bosques, sus fuentes de agua, los espíritus que lo pueblan.
Una ceramista de la calidad de Elizabeth Ross, desde hace años dedicada también a la instalación y la fotografía, sabe que manipular la arcilla michoacana para representar la planta que conforma la base de la dieta, la agricultura y el carácter de vida de la mayoría de los pueblos de México es muy arriesgado. Como todo símbolo de vida es uno de los más representados en las artes; la originalidad, por lo tanto, queda subsumida en la capacidad de abordar con tacto y significación a una planta que de por sí encierra todos los sentidos. Por otro lado, la estética es precisamente la expresión de emociones, la transformación del dato simple en una impresión que conmueve. ¿Cómo revivir las palpitaciones de la vulva diosa, de la mazorca esfuerzo, de la piel protectora de las hojas y la diminuta humanidad despojada que los olotes encarnan?
Hombrecitos olotes, descarnados hijos de la dentellada, huellas de un tiempo de plenitud que, en una sociedad urbana donde todos los medios de comunicación y ciertas lógicas cientificistas abogan por una racionalidad técnica, es menospreciado en nombre de una modernidad mecánica.
No hay tierra que no sea tierra para las mujeres, los hombres, les intersexuales y en México múltiples y diversos pueblos han cultivado por seis milenios una planta que hoy se niega a la uniformidad, es libre como el desierto, húmeda como una costa, dura como los altiplanos. Cincuenta y dos razas de maíz han generado más de dos mil variantes en el tallo, las hojas, las inflorescencias pistiladas, las flores, el fruto y sus semillas. Son gordas, altas, delgadas, blanca, amarilla, naranja, rojizas y de un negro teñido de morado las mazorcas. La arcilla estrujada hasta la caricia por las manos de Elizabeth Ross recoge en la manufactura de la forma la turbación de una germinación y un crecimiento que para culminar en el fruto deben pasar por etapas tan semejantes a la formación humana que implican la seducción del polen, la espera de la madurez, el esfuerzo de la fructificación, la plenitud de la madurez fisiológica.
Colgadas de delgados hilos como una lluvia de bendiciones materiales, dispuestas sobre mesas, recogidas en canastos, acompañadas de corazones dispuestos sobre las hojas, las mazorcas de Notlallo, (la exposición permanecerá abierta del 6 de abril al 26 de mayo) simbolizan la sacralidad de la tierra y el desconcierto de la necesidad de representarlas. La divinidad que las preside es una y múltiple, la sagrada vulva de todos los mantos virginales, pero también la fuerza de la juventud y la hermandad que Ross atribuye a la más poderosa y derrotada de las diosas mexicana, la Coyolxauhqui lunar, aquella que descabezada sigue dominando las mareas y las lluvias, las siembras, las menstruaciones, la emotividad entera, con sus susceptibilidades y sus firmes afectos, su rudeza y su ternura.
Tocar la tierra y sentir en ella el cuerpo del maíz, su propia carne, parece haber inspirado este trabajo tan tradicional como provocador. Elizabeth Ross ha roto una vez más el prejuicio de la división entre arte popular y arte culto sobre la sabe de una mayor calidad del segundo. La arcilla de las vasijas primordiales es la materia misma de la estética más depurada.