La piel de Jacinto
Juan escuchó el silbido distante e intermitente con que su hijo le anunciaba la llegada del ganado. Se levantó del taburete de tronco de palma, sacudiéndose las asentaderas de manta, salió de los muros de adobe salitroso y caminó bajo las últimas luces hacia la entrada del potrero. Justo a tiempo terminó de abrir las trancas para permitirle el paso al toro del cencerro, que caminaba con lentitud bajo una nube de tábanos y polvo, seguido por dos docenas de vacas, novillos y crías.
Mientras el hato terminaba de entrar, Juan contó a sus animales llamándolos por su nombre, y al comprobar que como de costumbre no faltaba ninguno, se enorgulleció de lo buen pastor que había resultado su primogénito, quien sin cumplir aún los quince años se bastaba por sí solo para cuidar al ganado de los peligros propios del estero. Cuando el polvo todavía no terminaba de asentarse, Jacinto apareció al final de la caravana; llevaba en la mano derecha la vara larga y puntiaguda con que solía azuzar a las reses que se rezagaban, calado el sombrero y sujeta a la cintura, la afilada gringa que de tan larga casi llegaba hasta el suelo.
Después de cerrar la tranca, Jacinto caminó hacia el brocal del pozo y arrojó la cubeta al vacío, arrastrando la cuerda con un sordo rechinido hasta romper en mil pedazos el reflejo de la luna recién salida. Jaló de la cuerda para recuperar el cubo de madera mohosa, ahora lleno de agua con olor a musgo y manchada de estrellas. Se lavó la cara y el cuerpo con las manos ahuecadas, quitándose de golpe las horas de sol y polvo, abrillantando la piel cobriza, agrietada y curtida por largas jornadas de maizales y pastoreo. Regresó a la cabaña olorosa a leña y petróleo, sentándose a la mesa de madera astillada, donde sin hablar apenas, merendó con sus padres y los hermanos que ya no dependían de la leche materna.
Por la mañana, Jacinto se levantó del catre de lona y calzó los huaraches; para entonces su madre le tenía listo el bastimento, que guardó mientras se dirigía a abrir el potrero. A silbidos y punzadas de vara echó fuera a todo el ganado, que no tardó en levantar un penetrante olor a estiércol. Cuando todas las reses se hallaron en la terracería, comenzó a arrearlas en dirección al estero donde desde siempre pastaba el ganado de su familia. La distancia no era demasiado larga, pero se multiplicaba para Jacinto, quien debía caminar a paso mucho más vivo que el de las vacas, en ocasiones yendo hasta el toro del cencerro, otras veces regresando hasta el final del hato para comprobar que ninguna de las crías se hubiese separado de su madre.
A mitad de camino se dio cuenta que había olvidado el anzuelo y el ovillo de hilo de seda con que pensaba pescar en el estero para hacer el día menos tedioso. Gracias a su descuido, al menos por esa ocasión le sería imposible regresar con la deseada sarta de mojarras y guavinas, así que tendría que arreglárselas como pudiera para sobreponerse a la somnolencia que desde los tiempos bíblicos suele acechar a los pastores. De allí hasta llegar al borde del agua, todo fue un continuo reproche para sí mismo a causa de su mala memoria.
El estero tiene casi veinte kilómetros de largo, pero la mayor parte de sus orillas son humedales pantanosos, sólo en algunas partes crecen pastizales adecuados para la alimentación del ganado, con aguas libres de sanguijuelas donde los becerros pueden beber sin peligro.
Al llegar, Jacinto dejó que el ganado buscara por su cuenta los mejores pastos; él por su parte se dirigió a su lugar predilecto, desde donde podía vigilar hasta a la última cría sin apartarse de la protectora sombra de los cocoteros. Faltaba todavía un buen rato para que el sol se hallara en mitad del cielo, por lo que se entretuvo sacándole punta con la gringa a su vara de pastor, no tanta como para dañar la delgada piel de un becerro, pero suficiente para arrear a la vaca más rejega. Un poco más tarde encendió una fogata de cáscaras de coco para ahuyentar con su humo repelente a las miríadas de mosquitos que amenazaban con llegar desde las aguas estancadas.
El aire apenas alcanzaba a formar unas cuantas ondas tímidas sobre el agua, creando una quietud sólo interrumpida por el ocasional reclamo de alguna de las vacas con cría. Cuando el sol estaba en lo más alto, Jacinto aprovechó los restos de la fogata para calentar el bastimento, compuesto por algunas tortillas gruesas e irregulares, jocoque espeso, frijoles y la especialidad de su madre: el queso aún rezumando suero de tan fresco, cuajado y prensado junto al fogón. Al terminar de comer bebió directamente del calabazo aquella agua que, dentro de la pared ahuecada, se conservaba extrañamente fresca sin importar lo caluroso del día. Se recostó en el tronco y sin quererlo se fue quedando dormido con las últimas cenizas de la fogata.
A media tarde lo despertó el mugido inmaduro de un becerro que provenía del lado del agua. Se frotó la cara para desperezarse y miró inmediatamente hacia el ganado, identificó las crías una a una inclusive por su nombre, pero estaban completas; al segundo mugido se volvió hacia el agua y pudo ver a una vaca curiosa respondiendo al reclamo con las pezuñas sobre la orilla, mientras olisqueaba la superficie. Lo que vio después lo sobrecogió.
Como si surgiera del lodo, el lagarto abrió las descomunales mandíbulas y atrapó a la desgraciada res por el hocico, arrastrándola a mayor profundidad entre sus agónicos esfuerzos. A cada dentellada el reptil se retorcía, arrancándole miembros enteros en medio de torrentes de sangre que no tardaron en enrojecer el fango, finalmente se llevó entre los dientes los restos de su víctima y se alejó nadando con poderosos coletazos. Muchos minutos después, Jacinto aún temblaba sin atreverse a caminar hasta la orilla, donde se mantenía flotando una mancha roja y espesa. «Era el Camalote» murmuró.
Hasta entonces, Jacinto sólo conocía de la existencia del Camalote por las pláticas entre los hombres del pueblo, a quienes siempre tildó de exagerados, cuando no de absurdos. Desde su más lejana niñez recordaba los relatos sobre aquel lagarto que de tan viejo tenía una capa de plantas de camalote sobre el lomo, de allí el nombre con que se le conocía. Hablaban de sus casi diez metros de largo, de su voracidad insaciable y lo más extraño, que cuando se tragaba a un animal adquiría la facultad de imitar a la perfección sus sonidos. Decían que cuando era más chico ladraba para atraer a los perros y mataba a las cabras que se acercaban a la orilla engañadas por sus balidos, y que, al crecer, sólo las reses o los caballos pudieron saciar su hambre infinita, por lo que ya sólo le bastaba mugir o relinchar para procurarse alimento. «Exageraciones» pensó siempre, exageraciones que recién había comprobado con sus propios ojos y oídos.
«Era la Violeta» dijo, la vaca favorita de su padre, la que producía más leche, la que menos se enfermaba; «¿qué le voy a decir?».
Hacía tiempo que no sentía el cinto sobre la piel, ni la cuarta, ni la reata de lechuguilla, pero este error era imperdonable y sabía que el castigo sería severísimo. Con las manos heladas y el corazón sobrecogido, cayó en la cuenta que no podría regresar así como así. «Voy a matarlo» decidió, seguro de que el triunfo sobre el reptil opacaría la gravedad de su falta, eximiéndolo de la ira paterna.
Durante más de una hora planeó todo a la perfección: colocaría uno de los becerros amarrado a unos metros de la orilla, él se escondería con el viento en contra a una distancia que le permitiera interceptar al lagarto cuando se aproximara al señuelo llegando desde el agua, entonces saldría de su escondrijo sorprendiéndolo fuera de su elemento, para lo demás bastaría con su valor y la hoja redondeada y filosa de su gringa, a la que no se habían resistido nauyacas ni cascabeles.
Plantó un tronco y amarró al becerro sacrificable a una distancia del agua no mayor a diez pasos, después improvisó un escondite con algunas ramas y gringa en mano, aguardó la llegada del Camalote. Al verse sola, la cría comenzó a mugir lastimeramente con una voz ahogada que viajó a través de todo el estero; mientras tanto, Jacinto trataba de superar el nerviosismo, sentado en cuclillas sin apartar la vista del agua. Las horas pasaron sin sentir, delatadas únicamente por el largo de las sombras que poco a poco fueron extendiéndose hasta llegar a la orilla; en breve, los patos y garzas comenzarían a retornar a sus nidos dada su condición de aves diurnas, lo que agravó la angustia del joven pastor caído en desgracia, pues a la par con la tarde se aproximaba la hora de rendir cuentas.
Escuchó a sus espaldas un sonido apenas perceptible y volvió la cabeza, dispuesto a ahuyentar a la res inoportuna, pero se encontró a menos de tres metros con el lagarto y sus plantas llegando desde tierra. Antes de que pudiera levantar la gringa, las enormes fauces lo prendieron por la cintura, clavándole docenas de dientes cónicos y agudísimos; mientras se agitaba de nariz a cola el reptil siguió avanzando de frente, llevándolo hasta el agua que a pesar del inenarrable dolor pudo sentir alrededor del cuerpo antes de hundirse en una noche sin retorno.
Juan se sobresaltó cuando el toro del cencerro cruzó por la puerta de su casa. Ya repuesto de la sorpresa, lo ahuyentó con voces y ademanes y salió detrás de él; al ver a su ganado en pleno, se preguntó por qué no habría escuchado el silbido de Jacinto y cuando comprobó que las reses habían llegado por sí solas volvió bajo los adobes y tomó un ocote del fogón. Al pasar junto a la puerta, descolgó la carabina y comenzó a caminar hacia el estero.
No tuvo que buscar mucho, pues en cuanto llegó pudo ver al becerro amarrado, mugiendo y estremeciéndose, pero aún intacto. Con el “por qué” en los labios se acercó a desatarlo y escudriñó las aguas aprovechando la escasa luz del hachón. No pudo ver más allá de unos treinta metros, por lo que se dispuso a adentrarse en las aguas bajas, pero al dar el primer paso sintió el punzante dolor de una cortada. Bajó la vista y distinguió el filo de la gringa de Jacinto, todavía aferrada por la mano del que fuera su dueño.
Juan llegó al pueblo cuando ya todos dormían al arrullo del río; los despertó con un grito que jamás olvidarán quienes lo escucharon. En breve, el atrio de la iglesia se llenó de hachones, cuya luz mortecina alumbraba la prueba irrefutable del crimen, sostenida en alto por el hombre que con lágrimas en los ojos clamaba venganza.
«Hay que matarlo, ya está cebado de carne de hombre» dijo uno de los ancianos y a poco, quienes tenían armas de fuego comenzaron a retornar, listos para iniciar la partida.
Felipe fue uno de los primeros en responder al llamado. Como padrino de bautizo sentía el agravio en carne propia y en el trayecto no se separó ni un instante de su compadre, quien por derecho propio encabezaba la procesión. Al llegar, los hombres se dividieron en parejas para buscar a lo largo y ancho del enorme charco; algunos partieron en canoas de tronco ahuecado, otros a lomos de caballo, algunos más como Juan y Felipe, caminando por las aguas bajas, removiendo el lodo y despertando a los peces y a las aves. Los compadres guardaron silencio al llegar al lugar del crimen, sin que pudieran reprimir las lágrimas; con la ira acrecentada se adentraron en los pantanosos dominios del Camalote, lado a lado para aumentar las posibilidades de hallarlo.
A medida que avanzaban, fueron encontrando vegetación cada vez más alta hasta que llegó el momento en que Juan ya no pudo ver la luz de Felipe. Vaciló un instante, pero decidió guardar silencio y seguir por su cuenta. La marcha se fue haciendo cada vez más difícil debido a lo denso de la maleza, a la oscuridad, al barro pegajoso que le envolvía los huaraches, al agua que le cubría hasta las corvas, a la crueldad de los mosquitos que se cebaban en su rostro, en su cuello y brazos, sin darle un instante de respiro. Para colmo, una masa de nubes ocultó de pronto la luz de la luna, pero él no se arredró ante la oscuridad sobrecogedora y siguió caminando guiado por la escasa llama del ocote. El lodo le llegó de pronto arriba del tobillo y al liberar el pie derecho lo dejó descalzo, por un momento sostuvo llama y carabina en la misma mano y se inclinó para recuperar el huarache. Se incorporó justo cuando las nubes desnudaban la luna y al levantar la vista, a unos cuantos pasos de él, pudo ver al astro nocturno reflejado en los protuberantes ojos del lagarto, brillantes y duros como canicas. Dejó caer el ocote, que se apagó de golpe produciendo un siseante chirrido y oleadas de vapor de agua.
Felipe apareció a espaldas de Juan, quien se había quedado petrificado. De un culatazo lo arrojó a sus espaldas y sin vacilar, vació la carga de su carabina entre los ojos del monstruo, levantando surtidores de sangre a cada tiro. Los truenos hicieron eco a lo largo y ancho del estero, haciendo las veces de voz de llamada para el resto de los cazadores; éstos no tardaron en llegar hasta el lagarto inmóvil, al que nadie se atrevía a tocar a pesar de los seis agujeros que le habían estallado sobre la frente. Sin pronunciar palabra, los hombres se miraban unos a otros, tratando de animar a alguno para que comprobara si realmente había muerto. Tuvo que pasar un buen rato para que se convencieran de que lo único que le quedaba de vida al Camalote eran las plantas que llevaba sobre el lomo.
Al amanecer, los carreteros del pueblo llegaron a la orilla y con mecates tuvieron que adosar dos carretas para dar cabida al enorme cuerpo cubierto de vegetación y escamas verdosas, al que sin embargo le arrastraba la cola, que tenía en la base más de seis cuartas de grueso. Hicieron falta cuatro de los bueyes más fuertes para llevarlo hasta el atrio de la iglesia, hazaña que requirió de casi un día de camino; allí se había formado una romería con gente venida de los pueblos cercanos, donde había llegado la noticia de la muerte del Camalote desde la noche anterior.
El cadáver permaneció dos días con sus noches en exhibición. Las mujeres lo miraban con incredulidad; los hombres con asombro, los niños, menos impresionables que los adultos, se acercaban para tocarle la punta de los dientes filosos y blanquecinos, para meterle los dedos en la nariz o en los agujeros de bala. El cura del pueblo aprovechó para pronunciar un encendido sermón sobre el castigo que en forma de reptil pudo haber caído sobre sus habitantes, invitando a sus feligreses a acercarse más a Dios.
Al tercer día David, el peletero, se hizo cargo de las exequias del Camalote. Tuvo que afilar a cada rato sus instrumentos de trabajo, pues no tardaban en mellarse de tan dura y gruesa que era la piel; dividió la zalea en partes iguales, pues por igual debía repartirse entre los hombres que participaron en la cacería.
Ya que había sido el verdugo de la fiera, Felipe reclamó para sí la parte más codiciada: la piel del lomo recubierta de hierbas, la cual colocó en el frente de su casa a modo de jardinera, aunque después se vio obligado a caminar diariamente hasta el estero y desde allí llevar el agua pantanosa que demandaban las matas de camalote para mantener su verdor, pues no aceptaban el agua de río o de pozo. A partir de entonces, el lomo del Camalote se convirtió en su más preciado trofeo de cazador y obligado motivo de jactanciosa plática.
En cambio, Juan rehusó aceptar la porción correspondiente pues, ante todo, deseaba mitigar el dolor de su pérdida y un trozo del asesino sólo conseguiría recordársela a cada momento.
Tiempo después, una noche de tantas, Juan despertó en mitad de la oscuridad, se levantó y encendió la lámpara de petróleo.
-«Es el lagarto otra vez, ¿verdad?» preguntó su mujer desde el catre.
Él asintió con la cabeza mientras se pasaba la mano por las canas empapadas de sudor.
– ¿Por qué no pudiste matarlo? inquirió ella.
-No vas a creerme, mujer, pero cuando le apunté entremedio de los ojos, me chifló igualito que Jacinto.
Luis Espino Alcaraz.
México, D.F.
Octubre de 1996
El bastón de madera
El anciano apresuró la marcha hasta donde se lo permitía el peso de sus setenta y tantos años y su gabardina raída. Se le veía nervioso, poseído por una ansiedad poco común incluso para un hombre de su edad, acentuada mientras caminaba bajo las densas nubes promisorias de lluvia, alternando sus pasos con el golpe seco que producía en la banqueta su bastón de caoba pulida, quizá lo único de su figura que no tenía aspecto desgastado.
Había olvidado el paraguas en alguna parte, y sombrero y gabardina serían con toda seguridad insuficientes para contener el cada vez más próximo diluvio. No obstante que en caso necesario podía recurrir a las marquesinas, el saberse desprotegido derivó en un paulatino incremento de la ansiedad que lo embargaba. A medida que llegaban las primeras sombras de la tarde y descendía la temperatura del aire, trató de calcular el tiempo que le tomaría llegar hasta su enmohecido departamento con el paso irregular de un hombre en sus condiciones. Finalmente, concluyó que tenía un margen muy escaso para escapar del aguacero.
La noche anterior también había llovido, y las breves horas de luz de la mañana fueron incapaces de evaporar los charcos que salpicaban el asfalto, dándole a la calle un aspecto de elefante enfermo. Él veía los residuos de la lluvia casi con asco y hacía todo lo posible por evitar mojarse al momento de cruzar las calles y bajar de las banquetas. Cierto, detestaba el agua a tal grado que prefería vivir con las canas grasientas y el aliento pastoso, y soportar a diario la piel con textura de musgo, a tener que arriesgarse a la humedad y sus peligros, de por sí graves para cualquier persona, pero en especial para un anciano solitario.
Recordó que alguna vez, no hacía mucho tiempo, había sido víctima de la impertinencia de un joven tendero, a quien se le ocurrió sacudir el toldo de su negocio justo en el momento en que él pasaba bajo el borde de la lona. Para su fortuna, hizo gala de unos reflejos incongruentes con su artritis y todo se redujo a unas cuantas salpicaduras inofensivas bajo el ala del sombrero.
Cruzó una calle más, aunque a una velocidad muy inferior a la del resto de los transeúntes, pues a él apenas le alcanzaba el tiempo que duraba la luz verde del semáforo para peatones. Por si fuera poco cada cruce constituía un esfuerzo agotador, al extremo que debía detenerse durante un lapso considerable mientras recuperaba el aliento.
Levantó la vista y se alegró al ver su edificio a unas cuantas calles. También se dio cuenta que se encontraba en una cuadra ausente de marquesinas, pero al ver la proximidad de su hogar, comenzó a desvanecer su nerviosismo.
No le duró mucho la tranquilidad, pues justo en ese momento una gruesa gota de lluvia le golpeó el filo del sombrero. Habría volado de ser posible pero poco pudo hacer entre la oleada de gente que con indiferencia reptaba sobre la acera; fue tal su desesperación que no hizo caso del siguiente semáforo e intentó cruzar, pero tropezó con una alcantarilla semiabierta y cayó de bruces sobre el asfalto. El bastón quedó tirado a unos pocos metros sobre el arroyo, justo fuera de su alcance; trató de recuperarlo, pero por desgracia las ruedas de un camión quebraron la madera en varios fragmentos inútiles, como si hubiera sido un palillo de dientes.
Gritó con pánico al saberse inerme y extendió los brazos implorando auxilio, pero nadie se detuvo. La lluvia arreció de súbito y provocó una estampida de seres humanos a lo largo de la acera, quienes corrían con indiferencia ante los desesperados gestos del anciano.
Los automovilistas se unieron a la desbandada acelerando sus bestias sin miramientos. Al pasar junto al impotente cuerpo se limitaban a esquivarlo lo que no impedía que le arrojaran crestas de agua recién nacida.
Cada gota adquiría propiedades de ácido sobre la piel del anciano, quien en breve comenzó a disolverse. Al principio, la lluvia arrastró la capa de mugre y grasa corporal reseca que lo oscurecía; después comenzó diluirle lentamente los tejidos cutáneos hasta llegar a la carne flácida e inerte. En pocos minutos le arrastró los ojos dejándolo ciego, y no se apiadó de sus manos artríticas, a las que absorbió hasta llevarse también los huesos enfermos y quebradizos.
Él no dejó de suplicar ayuda durante aquellos instantes interminables, hasta que enmudeció cuando el agua lo dejó sin lengua ni garganta. Entonces pareció resignarse y recostó sobre la calle lo que le quedaba de cuerpo, dejando que el torrente penetrara por el cuello de la gabardina, disgregando el tronco en una viscosa mezcla de aguacero y vejez que se perdió entre las ranuras del drenaje.
Al terminar la tormenta, no faltó quien levantara el sombrero y las prendas restantes, pero extrañamente nadie se interesó por los pedazos de bastón.
Luis Espino Alcaraz,
México, D.F.
octubre de 1996.
Primer Lugar.
Concurso de Cuento y Relato, Año 2000.
Universidad La Salle A.C.
Rojo Sangre
Los cuatro guerreros jaguar la sujetaron firmemente de los brazos, sin decir una sola palabra. Ahí cayó por fin en la cuenta de que no tenía escapatoria y con resignación, aflojó uno a uno sus músculos color de bronce, dejándose llevar hacia su destino.
Agachó la mirada, mientras mansamente subía uno a uno los escalones de piedra de la pirámide, rematada en sus esquinas por sendas cabezas de Quetzalcóatl. Los huéhuetls y los teponaxtlis resonaban como truenos acompasados, haciendo eco en los cráneos de los muros cercanos, en un crescendo mortal, que se acentuaba a cada paso de sus hermosos muslos, de sus gráciles tobillos, adornados con ajorcas de oro.
En lo alto del templo ya la esperaba el teopixque y cuando ella levantó el rostro, sus ojos se cruzaron por un instante. Él la miró con odio y desprecio a partes iguales, como la huexotzinca que era. Ella por su parte, tuvo la entereza de sostenerle la mirada con su último vestigio de orgullo, con la sangre de sus ancestros, oprimidos durante siglos, corriéndole por las venas.
Por fin llegó ante el altar del teocalli, ennegrecido por los coágulos resecos de miles de prisioneros. Las guerras floridas no terminan, ni lo harán mientras haya dioses hambrientos que reclamen carne joven, mejor aún si ésta se mantiene virgen. Allí estaban el colibrí zurdo, los ojos terroríficos de Tláloc, el espejo negro de Tezcatlipoca, dispuestos a beberse una vida más, para mantener en su sitio el día, la noche y las tormentas, para insuflarle aliento a unos, a costa de las vísceras de otros.
La tendieron de cara a la noche, amarrando sus muñecas, sus tobillos, al contorno de aquel enorme disco de basalto cubierto de almas putrefactas, del que emanaba un vapor pestilente que ni los grandes sahumerios de copal eran capaces de disimular. Ni falta que hacía.
El sumo sacerdote pronunciaba una oración apenas inteligible, cerrando los párpados, que llevaba pintados de negro al igual que la parte superior del rostro, mientras que sus mejillas y boca estaban cubiertas de color sangre. Acunó en ambas manos el puñal de obsidiana y lo levantó con reverencia a la altura de su penacho, marcó los cuatro puntos cardinales, haciendo brillar su filo con el reflejo de las decenas de antorchas de ocote que a su alrededor, quemaban su resina en un círculo perfecto, en semejanza del disco blanco de la luna llena que se elevaba casi en el cenit de un cielo tan negro como los tambores de ébano que no dejaban de sonar, con helada monotonía.
Ella rezaba en silencio tendida sobre la piedra, con la mirada clavada en el conejo de la luna, sin prestar atención al murmullo sordo de la muchedumbre que rodeaba la pirámide, a sabiendas de que eran sus últimos momentos. Entonces él aferró con ambas manos la empuñadura de jade, apuntando el cristal asesino hacia el centro de su turgente pecho, apenas cubierto por un minúsculo quexquémetl y sin vacilar, lo dejó caer de un solo golpe, cortando de tajo un alarido que detuvo también el sonido ronco de los tambores.
Un instante después, levantó el corazón, empapado y brillante, mientras un charco tibio le escurría por los antebrazos y salpicaba los senos semidesnudos, goteando con una fuerza casi tan ensordecedora como la de los enmudecidos teponaxtlis.
Los guerreros cortaron las amarras de ixtle con el filo de sus macuahuitls y levantaron en hombros su cuerpo inerte, descendiendo con solemnidad por la escalinata. A cada escalón, los exánimes brazos de ella se mecían acompasadamente, mientras lágrimas rojas seguían manando en medio de sus areolas, tan oscuras como sus labios entreabiertos, y dejaban su huella intermitente sobre el granito.
Todas las miradas seguían clavadas en su piel cobriza, en el cabello larguísimo que fluía como una noche líquida casi hasta tocar el suelo, en el espeso rojo que no dejaba de gotear, pero nadie, ni el teopixque, se atrevía a romper el silencio, salvo el rumor casi imperceptible de las olas cercanas.
Entonces, al verla pasar a su lado, el chiquillo rubio gritó con toda la franqueza de sus siete años:
– ¡Papá, se le ven las chiches!
Avergonzadísimo, el padre se levantó como un resorte, en un intento infructuoso por hacerlo callar. De un rodillazo involuntario sacudió la mesa, volcando la botella de whisky escocés, cuyo contenido empapó el folleto que anunciaba en vistosos colores:
No se pierda nuestro espectáculo prehispánico
“Noche Azteca”
Hotel Sheraton Ixtapa
Entretanto, el güerito seguía corriendo detrás de la procesión mortuoria, sin dejar de gritar a cada paso:
– ¡Se le ve la chiche, se le ve la chiche!
Ella apretó los párpados y persistió en fingir su muerte, echando mano de toda su capacidad actoral para no caer en el reflejo pudoroso de cubrir sus pezones casi adolescentes; sin embargo, no pudo evitar que sus morenas mejillas, de súbito, se tiñeran de color rojo sangre.
Luis Espino Alcaraz.
Zihuatanejo, junio de 2023.