Microficciones de Homero Carvalho Oliva

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Por Homero Carvalho Oliva

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Evolución

«Al despertar Cucaracha Brown una mañana, tras un sueño intranquilo, encontróse en su cama convertido en un imperfecto humano». Y esto sí que fue un problema, pues como están las cosas en nuestra sociedad, al pobre Cucaracha Brown le será muy difícil acostumbrarse a su nuevo estado. ¿Cómo se las va a arreglar, por ejemplo, para explicar que él antes era una feliz cucaracha y que, por tan sencilla razón, no posee documento de identidad, licencia de conducir, cuenta bancaria, tarjetas de crédito o algún número clave que lo identifique como persona en la cibernética central del Estado. ¿Quién le va a creer que no tenga familia, escuela, un barrio, un trabajo honrado, novia y número de teléfono? Es fácil trasladarse de domicilio y dejar abandonadas a una o más cucarachas en la casa anterior, pero ¿qué hacer con un ser humano sin prontuario policial, sin locura aparente o amnesia declarada, sin los años necesarios para encerrarlo en un asilo de ancianos? Una cucaracha se da modos para comer desperdicios, cualquier cosa y no dejarse pisar; sin embargo, no siempre sucede lo mismo con una cucaracha que se ha despertado, perfectamente convertida en ser humano con conciencia social y orgullo ciudadano; un hombre que no sabe desempeñar oficio alguno y que prefiere morirse de hambre antes de andar mendigando un mendrugo de pan. Esto, de veras que esto sí es todo un problema.

 

 

Hipérbole

La negra movía el mundo en cada paso que daba. Cuando ella pasaba por nuestro lado, uno se sentía agradecido con la vida por concedernos la gracia de caminar detrás de ella, aunque el contoneo acabara luego, lueguito, en la estación del tren. La negra trasladaba un continente en cada movimiento acompasado de sus nalgas. Nunca supimos su nombre, amábamos su ritmo interior, su secreta cadencia, su cálido meneo; toda ella era música que se colaba en nuestro interior y nos hacía menearnos hasta el orgasmo. Tal vez por eso, para no romper el encanto de sus pasos, ninguno de nosotros se animó jamás a dirigirle la palabra; con que paseara su sensual humanidad por nuestras narices nos era más que suficiente. Llegamos, incluso, a pensar que la negra era inmortal, en una zona tan peligrosa como ésta, ella se paseaba a cualquier hora del día o de la noche; siempre solitaria la negra, dueña del barrio y de nuestros sueños eróticos. Quizá ésa fue la razón por la que me costó creerlo cuando en el periódico publicaron lo de su muerte. El informe médico‑forense decía que por las huellas y la cantidad de semen encontradas en la cavidad vaginal, la Policía suponía que fue víctima del ataque de una pandilla de salvajes que merodeaba por el área. La negra se murió, fíjense qué casualidad, justo la noche que la acorralamos en el edificio abandonado junto al parque y que, en silencio y sin violencia, la obligamos a desnudarse tan sólo para mirar sus increíbles formas. Verdad verdadera que era toda una exageración la negra (si hasta da risa acordarse de las flacas de la calle que se pasean todas coquetas por entre nosotros). Sin embargo, la prensa informaba que fue encontrada, por una docena de policías, en el mismo edificio en que la dejamos, satisfechos con la visión de sus incomparables nalgas negras desnudas, mientras ella se relajaba y en su boca aparecía una sonrisa de alivio.

 

 

La vida es sueño

Vivir, dormir, morir,

soñar acaso.

                                                                                             Hamlet

En aquellos tiempos, preservados en la memoria de los sabios, un hombre imaginaba ser Dios. Creó La Tierra y los seres que la habitan. Diseñó el curso de los ríos y dibujó el perfil de las montañas. Modeló al hombre con sus manos creadoras, los soñó macho y hembra. Instituyó la palabra y edificó milenarias civilizaciones. Determinó los días y sus noches y encargó que las estaciones llegaran cada año, puntuales, para cultivar sus alimentos. Ordenó que la Luna y las estrellas cuidaran de nuestros sueños y que albergaran nuestros amores. Cayó tan agotado al séptimo día de trabajo que pensó que no despertaría jamás, pero lo hizo. Despertó cubierto de periódicos, hambriento y desesperado por un mañana mejor, en una calle perdida entre la agitación de las grandes ciudades, esos monstruos que ni en sus pesadillas imaginó. A veces recuerda que él fue un Dios creador y nadie se lo cree.

 

 

Vigencia de la injusticia

Para el colmo de mis desgracias hoy cumplo sesenta años. Seis décadas que las sufrí intentando mejorar mi vida sin lograr adquirir ni un metro de tierra donde caerme muerto. Toda esa vida de mis días oscuros la gasté trabajando duro de estación a estación, sin descanso, jornaleando donde podía, sin seguro social ni sindicato que valga, trabajando aquí y allá, en todas partes y en ningún lugar. Y miren a mis hijos, ¡los pobres!, Dios sabe por dónde andarán. Ellos se cansaron de comer su diario plato de angustia y simplemente se fueron, sin despedidas, sin abrazos, se fueron. A mi mujer se le secaron las lágrimas, se le agotó el llanto y se le erosionó la piel transformándose en un duro y seco pergamino de cordero. Tan vacía quedó –la que un día se fugó conmigo sin importarle sus propios padres–, que no levantó la vista cuando el último de nuestros hijos se marchó en busca de otro pan para llenar su hambre atrasada, única y amarga herencia que le dejamos. Sesenta años me costó envejecer, con el sufrimiento metido en cada arruga, en cada surco de mi cara, terribles años de desesperanza que consumieron la luz de mis ojos y la alegría de mi risa. Tantos años que los creía sólo míos y viene este jovencito, con su cámara fotográfica y sin pedir permiso se adueña de mis desvelos, de mis rabias, de mis tristezas. Click, y se apropia, a cambio de nada, de todas las arrugas de mi rostro.

 

 

Perífrasis

Sebastián Machicado escapa. Corre por entre los árboles, llega al río, cruza el puente, no descansa, corre. No será tarea fácil agarrarlo, ya otras veces lo ha logrado, se ha escurrido de las manos de sus perseguidores, se hizo pulga y nadie lo atrapó. Sebastián transpira, jadea, está agotado, pero no lo detendrán, aún le quedan fuerzas para correr. Ninguna persona podrá descubrir que él asesinó al dueño de la tienda. Él es tan astuto que no dejó huellas, lo mató de un certero garrotazo en la cabeza y espera el momento adecuado para gastar el dinero del robo. Sin embargo, igual que otras noches huye, en sus sueños huye, intentando escapar de sus remordimientos. Por eso se asusta un poco cuando, sin saber de dónde ni cómo, se le aparece su víctima y de un salto se apodera de su cuello. Sebastián Machicado no grita, sabe que en cualquier momento despertará de esta otra pesadilla, sólo en el último instante recuerda que los que mueren en sus sueños no despiertan jamás.

 

 

Cábala

Esto que les cuento no lo escribió aquel sacerdote y soldado conocido como el Inca Garcilaso de la Vega, ni se encuentra en los documentos catalogados por don Gabriel René Moreno. Consta, eso sí, en algún otro legajo de Mojos y Chiquitos que el tiempo y los insectos consumen en un perdido rincón del Archivo Histórico de la Ciudad de los Cuatro Nombres. En ellos se da noticia de un individuo hallado culpable y condenado a la horca por blasfemias y herejías. La crónica dice que el hombre andaba, en esos días del Señor, repartiendo pasquines cuya prédica afirmaba que Dios es una invención del Diablo, para que la gente pueda pecar en paz pensando que luego serán perdonados.

 

 

Parábola de Pedro Yomeye

Pedro Yomeye, hijo de Juan, nacido de Casiano, hijo a su vez de José quien fuera hermano de Néstor, primo de la Locajarichi, quien fuera hija de Jumeruco, conocido en el territorio de Mojos como ‘Cacique Grande’, no esperó el tercer canto del gallo para negar a sus padres. Antes de morir de consunción, tomó su única mudada de ropa y se largó del pueblo y sus dilatados veranos. Cambió su apellido nativo por uno de sonoras sílabas italianas que escuchó por ahí y se metió de cura en el primer seminario católico que encontró. Ahora habla con ese acento extranjero que caracteriza a los representantes de Dios en la Tierra, y se lo conoce como el padre Pedro Carnivella, guardián de los bienes de la iglesia y administrador de ‘Espíritu Santo’, la hacienda del templo.

 

Homero Carvalho Oliva, Bolivia, escritor y poeta. En cuento ha publicado Biografía de un otoño, Seres de palabras, Ajuste de cuentos; en microcuento: Cuento súbito, La última cena y Pequeños suicidios. Ha obtenido varios premios de cuento a nivel nacional e internacional, entre ellos el Premio Único Latinoamericano de Cuento, México 1981, con el cuento “Joñiqui”; Premio Latin American Writers Institute, 1989, New York, con “La Creación”; el Primer Premio Nacional de Cuento, 1995, con Historias de Ángeles y Arcángeles. Primer y Segundo premio de Cuento, Casa de la Cultura Raúl Otero Reiche, 1983 y 1984, con “En septiembre los derrotaremos” y “La creación”, respectivamente. Dos veces el Premio Nacional de Novela con Memoria de los espejos y La maquinaria de los secretos. Su obra literaria ha sido publicada en otros países y ha sido traducida a varios idiomas; sus cuentos figura en más de treinta antologías nacionales e internacionales como Antología del cuento boliviano contemporáneo, The fatman from La Paz e internacionales, como El nuevo cuento latinoamericano de Julio Ortega, México; Profundidad de la memoria de Monte Ávila, Venezuela; Antología del microrelato, España y Se habla español, México. El año 2012 obtuvo el Premio Nacional de Poesía con Inventario Nocturno y es autor de la Antología de poesía del siglo XX en Bolivia publicada por la prestigiosa editorial Visor de España. Premio Feria Internacional del Libro 2016 de Santa Cruz, Bolivia. Ha publicado los siguientes libros de microficciones: Cuento súbito, La última cena y Pequeños suicidios.

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