Mi noveno mandamiento

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Por Juan Antonio Rosado

COLUMNA TRINCHES Y TRINCHERAS

 

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En el ámbito cultural la pureza nunca ha existido. Esa extraña obsesión de que muchos de los grandes héroes o dioses, desde Horus hasta Jesucristo, pasando por Buda, Lao-Tsé, Mitra y muchos otros, hayan nacido de «vírgenes», no deja de producir una patética y desconcertante risa debido a la importancia que se le ha conferido a ese estado en la mujer, como si dicho estado implicara de verdad «pureza». Ni el agua es «pura», puesto que allí se mezcla el hidrógeno con el oxígeno. Pero el concepto de «impuro» implica la existencia de la «pureza», es decir, de lo que no tiene mancha, de lo que no está «contaminado» o adulterado. Suele considerarse actos «impuros» los producidos por nuestros deseos, pasiones, instintos (justo lo que nos devuelve nuestra humanidad, lo que nos hace volver a la naturaleza). Sin embargo, ¿hay pureza auténtica en el mundo natural y humano?

Los seres humanos tenemos un lado racional y otro irracional. Es imposible establecer una división tajante entre ellos. Si el ser humano ha creado cultura y religiones es para explicarse su entorno y porque la realidad desnuda, en toda su absurda pureza, le parece demasiado incomprensible, trágica, insoportable: un círculo vicioso que se va degradando paulatinamente en su eterna repetición. Si el ser humano ha creado cultura y religiones es también para controlar su entorno, esa pura y desnuda realidad, a fin de vestirla con los ropajes del significado, del símbolo, del proyecto, del interés. El ser humano se convierte así, como afirma Cassirer, en animal simbólico. Los símbolos hacen que todo cobre sentido; así surgen imágenes y fenómenos atmosféricos ya interpretables, y narraciones que nos muestran el camino o nos conducen a la acción. Todo ello se va juntando a partir del miedo y de la carencia. Sólo quien carece de algo posee deseos; sólo quien no tiene o a quien le falta algo puede desear. El noveno mandamiento bíblico establece: «no consentirás pensamientos ni deseos impuros». ¿Hay deseos puros? ¿Hay pensamientos puros? ¿Y la pureza tiene que ver con lo sexual, con lo inocente, con lo virginal? ¿Existe lo inmaculado, lo auténticamente «virgen»? Por supuesto que no. ¿Quién puede estar más allá del bien y del mal habiendo conocido, desde la apropiación del lenguaje, el «bien» y el «mal», siempre relativos en tanto que el primero implica un orden y el segundo un desorden, y ese orden o desorden estarán siempre de acuerdo con los parámetros y lineamientos legales y culturales de una época y un espacio geográfico? ¿Quién puede? Sólo los animales y los niños muy pequeños, que aún carecen de lenguaje articulado, son inocentes de verdad, y ni a ellos podría dárseles el calificativo de «puros», ya que sería interferir en su mundo con una categoría moral, es decir, con un producto de la costumbre (en latín, mos, moris).

 

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            Es un ideal anular el deseo. Sólo anulándolo se anula el yo y se accede a la impersonalidad. Quien suprime el deseo suprime también toda carencia y se despersonaliza. Ya sin máscara (persona), ¿logra la pureza? ¿Existe alguien así, libre de deseo? No lo creo. Acaso tan sólo en la imaginación. La vida es impura porque en todo nacimiento se combina y encadena gran cantidad de elementos. Desear, imaginar, pensar carecen de relevancia si permanecen en la esfera mental. Cuando tal deseo, imaginación o pensamiento cobran vida, se realizan, se vuelven reales, habría que percibir el contexto en que se realizaron, y si tal contexto fue afectado de forma negativa. Por tal motivo, mi noveno mandamiento es desea, imagina y piensa lo que quieras, siempre y cuando no dañes a nadie en la realidad.

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