Las cenizas
Por Marcela Santos de la Peña
Nunca pensé convertirme en detective. Ni siquiera lo consideré en aquel momento, cuando todavía podría haber servido de algo. Concentro mis esfuerzos en reconstruir la escena del crimen, cuando ya está todo demasiado lejos: Monterrey queda a 12 horas en camión y mi tía descansa entre los cientos de criptas de algún mausoleo. Lo confieso, no indagué mucho en las causas de su muerte cuando debí. Años después, mi presencia en el velorio, mis emociones y hasta mi relación con la difunta están puestas en duda, o así lo demuestra mi mamá cuando hablamos por teléfono:
—¿Todavía vivías acá cuando pasó lo de tu tía? ¿La conociste? ¿Lloraste?
No recuerdo si lloré. Si lo hice no fue por pensar en un mundo sin la tía Gloria. No soportaba a esa maldita. Si lo hago ahora es por pura frustración detectivesca: todas las pistas estaban ahí y de todos modos no pude hacer nada. Reconstruyamos.
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ESCENA DEL CRIMEN
Gloria llevaba meses “enferma”. Una pensaría que hay una transición lógica entre ser una señora gordita que come gelatina de nuez y ser una calaca disfrazada de persona. Que no es tan fácil parecer muerta cuando todavía te subes a un carro, vas a misa y compras pan de pulque. Pero la tristeza es cabrona, y mi tía había dejado de comer desde hace mucho. Para el momento en que se subió a nuestro carro ya habría empezado a atisbar en el agua los primeros bichitos invisibles que la convencerían, también, de dejar de beberla. ¿Qué habrá sido más mortal: creer que el agua es veneno o pasar las tardes encerrada en la cocina, haciéndole de comer a un hijo de 40 años? Pinche soledad. No hubo necesidad de ver un cadáver.
Pero ésa no es la escena que me interesa. Pienso más bien en paredes adornadas con mosaicos, en sillas para sentar a unas ocho personas; en dietcoke, boneless y elotes enmantequillados. Pienso en la urna como centro de mesa de un Chili’s, en mi madre partiendo un country friedchicken frente a los restos de mi tía. Si sabe a pollo…es de pollo. Si mi coca-cola me sabe a cenizas es por una metonimia muy podrida.
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En plena Guerra contra el Narco no era raro paladear el gusto de la muerte en las situaciones más cotidianas. Daba lo mismo ver un cuerpo pendiendo de un puente peatonal que encontrarse el torso enhiesto de una persona a lado del busto de Fray Servando Teresa de Mier. ¿Por qué, entonces, recuerdo con mayor trauma a mi tía en versión urna, comiendo con nosotros? Creo que fue la primera rasgadura al velo que me había cegado por mucho tiempo. Hay muchas maneras de convivir con los muertitos sin tener que sentirlos. Ni las mantas chorreadas de sangre ni el ruido de las balaceras podía convencerme de que lo experimentaba realmente sucedía. Los noticieros de la mañana me recordaban que aquella muerte seguía estando restringida a los límites de la televisión, que llegaron a parecerse mucho a los que encuadraban el vidrio de mi ventana. No fue hasta ver esa urna en la mesa que me pregunté por primera vez:¿Cuántos anuncios panorámicos taparían, apilados unos sobre otros, tantos desaparecidos.
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Es sencillo sumergirse de corrido en la narrativa que rodea y justifica la violencia de Estado, a la manera en que un lector poco atento se deja llevar por la intriga de una novela, sin percatarse de las trampas en las que ha caído. Hay quien todavía ve en el género negro un “bálsamo para lo oprobioso” (basta con preguntarle a Domínguez Michael). Por otra parte, conozco a varias personas que no pudieron terminar de leer “La parte de los crímenes” de 2666, de Roberto Bolaño: la descripción de los cuerpos violados y mutilados de las mujeres los horrorizó. No quiero sonar desalmada. Es una lectura difícil justo por lo mucho que se asemeja al lenguaje aséptico de las noticias que dan cuenta de los mismos asesinatos. Lo que me perturba es la calma con la que caminamos por el suelo tibio, hinchado por miles y miles de cadáveres, agujereado de fosas interminables de las que leemos en los periódicos, pero que nunca situamos físicamente bajo nuestros pies. En cambio, en El complot mongol de Rafael Bernal, al protagonista los muertos le pesan como piedras, le duelen “como muchas muertes juntas”.
Es curioso y afortunado que un género literario tenga el poder no de sanar lo horrible ni de proveer un escape, como tampoco simplemente de reflejar una idea de realidad, sino de visibilizar las ficciones diarias que nos tragamos sin chistar. No es gratuito que los mecanismos metaficcionales quepan tan bien en el género negro y el neopolicial: al apuntar a su propia ficcionalidad, de paso desestabilizan las formas de no ficción de las que se apropian, como el informe y la nota periodística. Un detective literario bueno puede llegar antes que el narrador al desenlace: el complot poco tiene que ver con los mongoles, ningún personaje es realmente tan idiota como para creerse la farsa de Marcos en Dos crímenes, de Jorge Ibargüengoitia. No obstante, un detective realmente logrado va más allá, zurce las fibras de lo que lee y lo que vive. ¿Cuál es la relación entre el asesino a sueldo y su dinero? ¿Por qué hablar de cadáveres y de minas? La Guerra contra el narco nunca fue una guerra. El asunto nunca fue acabar con la muerte, sino legitimarse a través de ella. Como bien dice Sergio Villalobos-Ruminott en “Las edades del cadáver”, el dinero y la muerte hoy en día funcionan de la misma manera. Invisibles, abstractos, fuera de nuestro alcance aunque dominen nuestra existencia. Bultos que pesan, como las cenizas hacinadas en la urna de mi tía.
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ESCENA DEL CRIMEN
La causa de muerte de Gloria, como leí en el certificado de defunción: anoxia, hipoxia, asfixia. Infarto. Podría haber sido cualquier otra. Recuerdo leerla y sospechar: es evidente que todos morimos cuando dejamos de respirar. Eso no explica la muerte de alguien con un padecimiento mental, que siempre estuvo bajo el cuidado de sus hijos. ¿Un misterio de cuarto cerrado? Sí pudo ser asfixia. Con una almohada, tal vez, como en Amour de Haneke. Cuando la pena es mucha, el crimen es compasión.
Volteo a ver a mi madre, a mis otras tías. ¿Habrá sido alguna de ellas? Si pienso en Dos crímenes, me doy cuenta de que no: no había ningún Negrito por el cual sentirse despechada. Tampoco había una herencia jugosa de por medio y mucho menos unas “tetas enormes” como las de Amalia. Mi madre estaría demasiado ocupada para cometer cualquier ilícito, de todas maneras. ¿A quién va a matar doblando una y otra vez las esquinas de las sábanas? ¿Taconeando en la cocina? Puedo solamente imaginarme la rabiosa alegría con la que Martita Fong y su identidad falsa, tan espía como Laski o Graves, se quedó encerrada en un departamento mientras transcurría todo El complot mongol. Pareciera que las mujeres tenemos la inusitada habilidad de fusionarnos con el espacio y desaparecer. Me pregunto si en verdad la habrá matado el chino Liu. ¿No se habrá ahorcado con un gancho de ropa de El Palacio de Hierro? Si fuera un personaje secundario femenino en cualquiera de estas dos novelas, también querría que me dispararan.
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Quizá sí jugué un poco al detective, después de todo. Recuerdo a mi primo en casa de mi tía, encorvado sobre su escritorio, ajustando las tuercas de una mano mecatrónica, trabajando en sus pulgares. Lo veo ahora en la mesa del Chili’s, sentado a la cabeza, aprovechando sus dos años de estudios en medicina para explicar la causa de muerte de Gloria. Se llevaba las manos al cuello y flexionaba esos pulgares de manera muy sutil. Era bastante evidente, y el juego me duró menos de una hora. Saliendo del restaurante, otra de mis tías se acercó a mi madre mientras mi primo cargaba la urna. Quiso articular. Lanzar un lloriqueo. Mamá la detuvo:
—Es asunto de ellos.
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No culpo a mi primo por haberse refugiado tantos años en la casa de su madre, por haberse aislado voluntariamente de una sociedad que expulsa y margina. Tampoco lo culpo por haber librado en secreto su hazaña, por haberse creado y creído una historia. Es solo una de las maneras de lidiar con la deuda impagable de haber nacido de unos padres. Un vacío que se acentúa conforme pasa el tiempo, la parte irresoluble del cuento. El enigma que nunca termino de descifrar. No pude haber hecho nada por Gloria y por eso he recurrido a escribir sobre su muerte.
Me arrepiento un poco: ahora siento bajo mis pulgares cada una de sus venas. Malo habría sido que de verdad falleciera así. Peor habría sido olvidar la huella invisible que sus cenizas dejaron en mi gusto. Si lo hiciera, tal vez con ella se iría también el peso de tantas ausencias, no recordaría o no querría recordar que nos faltan, nos faltan muchos.