La noche de los feos

José Manuel Ríos Guerra

 

Édgar y yo íbamos a una fiesta en casa de Cristian. Era la medianoche de un miércoles y yo estaba muy cansado; pero me prometieron que iba a ser una fiesta única, en donde conocería cosas nuevas. Yo pensaba que no había nada nuevo bajo el sol, que ya todo estaba visto, pero me equivocaba.

En el camino noté varios espectaculares donde aparecía la cara sonriente de Penélope Cruz.

            —Esta vieja me está siguiendo —dije.

            —¿Quién?

            —Penélope Cruz.

            —¿Eres estúpido o tus papás son primos? Es claro que me está siguiendo a mí.

 

            Llegamos a casa de Cristian. La fiesta ya había empezado. Sonó una cumbia y casi todos se pusieron a bailar. La sala estaba a media luz; yo aguzaba la mirada buscando a una chica linda con la que pudiera bailar: no encontré nada, todas las chavas eran feas, de hecho, toda la gente era fea. Édgar me dio una cerveza y yo pensé que de nada servía: no había suficiente alcohol en el mundo para acabar con tanta fealdad.

            Sonó mi celular y vi que era mi jefe. Un mes antes había entrado a trabajar en una revista especializada en cine. Me dijo que teníamos que estar en el aeropuerto a las seis de la mañana porque nos íbamos a Guadalajara, que mañana a mediodía él iba a entrevistar a Penélope Cruz. Le dije que no se preocupara y corté la llamada. Pensé que era mejor irme. Para qué me quedaba en una fiesta con mujeres feas si al día siguiente conocería a Penélope Cruz. Iba a despedirme de Édgar pero Cristian me interrumpió.

            —Ya le di de besos a esa vieja.

            Me volví a verla y me chillaron los ojos.

            —Estás loco, manito, eso es contra la moral —le dije.

            —¿Qué?

            —Hacer esos favores.

            —Estoy haciendo puntos.

            —¿Puntos para qué?

            —Para cogerme a Milla Jovovich.

            —¡No mames!

            —¿Qué no le has dicho? —Édgar negó con la cabeza—. Son puntos cárnicos, si te coges a una vieja más guapa que tú, te quita puntos y ella se los lleva; luego los cambia para cogerse a Brad Pitt o a Luis Miguel o a quien quiera. Yo besé a esa vieja y, seguramente, ahorita me la cojo, para después llegar con Milla y cambiar mis puntos con ella.

            —Ajá.

—¿No me crees, cabrón?

            —Ya estás pedo, carnal.

            —Mira, pendejo —y llamó a varios de sus amigos.

Le empezó a preguntar a cada uno con quién se habían acostado. Uno se había cogido a Shakira; otro, a Scarlett Johansson; otro, a Natalie Portman. Todos se cogieron a muchas feas para después tirarse a una estrella de cine o a una cantante.

            —Yo me cogí a Ana Claudia Talancón —dijo uno.

            —Bueno, a esa vieja, cualquiera —comentó Édgar.

—Yo me cogí a Martha Higareda —dijo el más feo de todos.

            —¿Y cómo fue eso? —le pregunté.

            —En realidad ella abusó de mí: yo caminaba en la calle; estaba apurado porque ese día tenía examen en la facultad. Martha pasó en un auto convertible y de inmediato la reconocí. Me preguntó por una dirección y le dije que no sabía. Seguí mi camino pero ella insistía: me decía que se veía que yo era inteligente y que debía saber, que hiciera un poco de memoria. ¿Cómo podía pensar en cualquier cosa si ella traía un vestido entallado y cortísimo? Después me invitó a subir. En cuanto lo hice, arrancó dando un derrapando las llantas. Me llevó a su casa y se puso a bailar y por más que me resistí no pude. Después me enteré que necesitaba muchos puntos para cogerse a Keanu Reeves. Y no es que yo no quisiera estar con ella, lo que pasa es que yo iba a usar mis puntos con Ivonne Montero y para conseguir a alguien lo suficientemente fea y que me dé puntos está cabrón.

            —Con razón nunca te he conocido una chava bonita —le dije a Cristian—. ¿A quién te has cogido?

—Yo le he sido fiel a Milla Jovovich, ya he estado tres veces con ella.

Y me enseñó una fotografía en donde la abrazaba en un mercado de Kiev.

            Me sentí timado. Muchas veces salí con chavas más guapas; creía que estaban conmigo por mi manera de hablar o mi personalidad: las muy culeras me quitaban mis puntos. Édgar parecía leer mi mente porque dijo:

            —Yo creo que este güey tiene un déficit de puntos de no mames. Chíngale, cabrón, tienes que agarrarte a una que compense todos esos años de promiscuidad gratuita.

            Busqué a la mujer indicada: ni tan fea que diera asco, ni tan bonita que no diera puntos. De esa manera conocí a Ángela. Ella se tomaba una cerveza muy quitada de la pena. Sus virtudes: tenía buenas tetas, pero eran proporcionales a su gordura. Sus defectos: no alcanzaría a mencionarlos todos; basta decir que su cabello parecía un casco de beisbol y tenía una verruga en el labio, además, sus pómulos eran disparejos, como si le hubieran sumido uno de ellos. Fue amor a primera vista, con una mujer como ella seguro conseguiría los puntos suficientes para conquistar a Penélope Cruz. No sabía qué decirle: primero pensé en ser directo y negociar los puntos cárnicos a cambio de algo más; luego me imaginé aventándole un choro sobre mi trabajo y el cine, pero cuando llegué, ella no me dejó hablar.

—¡Huy, esa canción me encanta! ¡Vamos a bailar! —me dijo y me llevó a la pista.

Después de cuatro canciones y cinco cervezas yo la veía igual: el alcohol no podía hacer nada por Ángela y menos por mí.

Sonó “Luces de Nueva York” con La Sonora Santanera y pensé que esa era mi oportunidad. Mientras bailábamos pegadito, cerré los ojos e intenté imaginarme que estaba con Penélope Cruz. Tuve una erección. Besé y acaricié a Ángela. Iba a meterla a un cuarto, pero se apartó de mí y me dio una patada en los huevos. Yo me revolcaba sin saber el porqué del golpe, hasta que dijo:    —¿Me quieres quitar todos mis puntos? ¡Te vas a la verga!

            Yo iba a decirle que además de fea era una culera, pero temí que me golpeara mientras estaba ahí tirado. Édgar me ayudó a levantarme.

            —Llévame al aeropuerto —le pedí, como si fuera mi última voluntad.

Al otro día, mi jefe entrevistaba a Penélope Cruz y le hacía las mismas preguntas que todo mundo le hace: que por qué decidió irse a Hollywood, que qué se siente ganar un Oscar, que si era verdad que se llevaba tan bien con Salma Hayek. Yo me estaba quedando dormido hasta que noté que Penélope me veía de reojo. Cuando terminó la entrevista, me hizo señas con su dedo índice para que me acercara. Llegué junto a ella y me preguntó que si me quería echar un polvo. Le dije que por supuesto.

—¿Cuántos puntos traes?

—Ninguno, es que ayer…

—Joder, lástima —dijo y se dio la vuelta.

 

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