La violencia insolente/ hace temblar los márgenes del cuerpo/ y en su lenta combustión como de encina/ la tinta de las venas escribe ese calvario/ cuando era profanado el templo de la carne/ y en el aire se anotan garabatos, grafitis/ con la voz enfangada y sucia de ese grito/ que calcina los labios, las cuerdas de la boca.
María Ángeles Pérez López (Valladolid, 1967). Poeta y profesora titular de Literatura Hispanoamericana de la Universidad de Salamanca. Ha publicado los libros Tratado sobre la geografía del desastre (1997), La sola materia (Premio de Poesía “Tardor”, 1998), Carnalidad del frío (Premio de Poesía “Ciudad de Badajoz”, 2000), La ausente (2004), Atavío y puñal (2012) y Fiebre y compasión de los metales (2016); así como las plaquettes El ángel de la ira (1999) y Pasión vertical (2007).
Antologías de su obra han sido publicadas en Venezuela, México, Ecuador, Estados Unidos y Colombia. Acaba de aparecer la antología Algebra dei giorni (Álgebra de los días), edición bilingüe traducida por Emilio Coco en Italia para la editorial Raffaelli. Sus poemas han sido publicados en varios países y traducidos al gallego, portugués, inglés, francés, italiano, neerlandés, rumano, húngaro y armenio. Es miembro de la Academia de Juglares de Fontiveros e hija adoptiva del pueblo natal de San Juan de la Cruz.
«María Ángeles Pérez López, Fiebre y compasión de los metales»
Carlos Alcorta
Hay un consenso, cierta unanimidad crítica a la hora de considerar la poesía de María Ángeles Pérez López como producto de un riguroso ejercicio de análisis lingüístico, retórico y emocional que queda patente en la sólida apariencia que presenta cada uno de sus poemas, estructurados formal y semánticamente como un compacto recipiente sin fisuras, y este libro que ahora comentamos, no sólo certifica esta idea, sino que la lleva a su más extrema disposición. En Fiebre y compasión de los metales —un afortunado título—, un libro no muy extenso, ofrece al lector, nada más hojearlo, una sensación de equilibrio y de fortaleza que no es muy frecuente encontrar en la poesía actual. ¿Cuáles son las particularidades que nos trasmiten esta impresión? Creo que se impone por encima de cualquiera otra circunstancia la capacidad para exprimir el lenguaje, para domeñarlo y moldearlo para dar la forma precisa a la emoción, a la idea, al pensamiento. No resulta nada fácil lograrlo, porque, en muchas ocasiones, el intento queda enmascarado en una palabrería grandilocuente y vacía, en versos casi ininteligibles, con un ritmo entrecortado, como el de un motor a punto de averiarse. En María Ángeles, sin embargo, esa búsqueda incesante de la palabra exacta está perfectamente imbricada en un ritmo acentual que serpentea con la suavidad de una canoa en la mansa corriente de una desembocadura. Veámoslo en este ejemplo: «Melaza en que se aprietan hierro y cobre,/ aleación y prodigio de no ser/ lo que se era al principio. Convincente/ cesión hacia lo dúctil que transforma/ el rígido enunciado del objeto/ en savia derramada como aire,/ como metal en punto de fusión/ que corre enrojeciendo las dos manos». Uno tiene la sensación, incluso, de que el fraseo pide una mayor extensión, de que el endecasílabo, metro predominante en el libro, resulta insuficiente para expresar el flujo del pensamiento, aunque se recurra al encabalgamiento para prolongar tanto imágenes como conceptos.
No posee María Ángeles Pérez López una obra muy extensa. Tuvimos la oportunidad de comentar en este mismo espacio la pequeña antología Cicatrices del aire (Monterrey, 2014) hace unos meses, pero el último libro propiamente dicho, Atavío y puñal, data del año 2012, por tanto, los poemas de Fiebre y compasión de los metales han sido escritos en un largo periodo de cuatro años, y no puede extrañarnos esa lentitud, porque, como decíamos, cada poema está engarzado con palabras que parecen metales preciosos y ya sabemos que la orfebrería es un arte meticuloso y preciso. «Metales puros. Metales corrompidos en las correspondencias analógicas de la alquimia como proceso simbólico hacia el alma del mundo», escribe Juan Carlos Mestre en un prólogo que es también un hermosísimo poema. Porque quizá el aliento poético sea el único capaz de ponernos sobre aviso de lo que este libro contiene. Mestre lo resume magistralmente: «Poesía de las correspondencias éticas y los reflejos de lo compasivo, del lamento solidario, la memoria de los sentimientos y la causa justa del instante del nombrar como construcción de lo venidero». La propia intimidad, el yo interrogándose a sí mismo, no puede amputa una visión de la realidad que se refleja en el espejo como algo colectivo. La mirada femenina reclama una postura más comprometida con los acontecimientos, una mirada que denuncia la vulnerabilidad del débil, la injusticia, la usura: «Cuando el lucro empozoña la mañana», escribe en el poema [El punzón], escrito con Ezra Pound. Muchos de estos poemas tienen un cómplice, unos versos ajenos que han despertado la escritura propia. Pound, Claudio Rodríguez, Lorca, Montejo o el mismo Mestre, son algunos de los poetas con lo que establece un hipotético diálogo, sirviendo como acicate para que el poema se erija en símbolo de rebeldía y de insumisión, que deposita toda su fe en el poder subversivo de la poética que no necesita decir sino por alusiones, por aproximaciones, acaso porque, como todos sabemos, la palabra siempre dice más de lo dice su mera trascripción. El libro finaliza con uno de los poemas, y no es fácil la elección, que prefiero, [El cuerpo de la flecha], a él pertenecen estos veros que pone punto final a este comentario: «La palabra es la arquera y su carcaj./ La forma fugitiva de esa ausencia./ En ella beben luz ramas y pájaros» y tienen el efecto simbólico de las cargas de profundidad.
«Un libro doblemente felino:Catorce vidas de María Ángeles Pérez»
José Ben-Kotel
‘Sólo el misterio nos hace vivir, sólo el misterio’, escribió García Lorca en una de sus gacelas del Diván del Tamarit. Pero, en el caso de este libro, la claridad sin claroscuros nos hace entrar en la maraña legible de estos poemas que se nos van descubriendo como el cuerpo desnudo en las sombras.
Para asombrarse y venerar la palabra y sus actos fueron escritos; están llenos de sentido y de cuerpo amado, en la tierra y en el légamo que dejan en el lector para que siga reverberando con ellos, vivo en ellos. En estos encontramos una voz que viene de lejos, tan de lejos como los primeros pasos del Ser; y a la vez son de ahora, de este tiempo en que es el amor al sujeto amado nos rescata y nos descubre y nos lleva a estar de cuerpo entero en el cuerpo del poema – el amado – para vivirlo en plenitud. He ahí el fuego y la fragua de estos poemas.
Hay un estilo Pérez López en esta poesía; una originalidad de signo y significado, imbricados en la madeja de la poeta que teje sus poemas combinando arte y artesanía. La llaneza de su poética no significa superficie, es profundidad del pensamiento de la médium que es la poeta; camina con acento propio en este bosque de hoy – su poesía – y en los páramos de ayer. La travesía de su habla viene de allá, y de este ahora que la poeta imbrica como una hilandera que continúa perfectamente su trazado desde un tiempo remoto, haciéndolo actual. La arquitectura de este corpus es como si los versos perfectos fueran olas que van y vienen en la construcción de su casa, que es la Casa del Ser, y del sujeto amado: el poema. Eso es lo que hay en Catorce vidas: la libertad de ser amada/o y a la vez vivencia del acto de amar en todas sus consecuencias.
A éste lo vive, y sobrevive, – gozosa – la escriba de estas historias y su continuum. Usa, como si fuera médium, el elogio al amor en su obra, para de ese modo encaminarlo a la perfección del verbo y la palabra. En ellas encontramos la consagración de su entrega en cuerpo y alma a la carnalidad del poema y los esposos.
Ritmo, melodía, connotación, denotación poéticas desde un lenguaje erudito, en apariencia simple, pero – gracias a su clarividencia – alejado de lo académico. Es sabido que cada poeta es su propio estilo; Pérez López se nos sale de ese paradigma; ella es todo estilo posible es… Voz ‘mundana’ en el propio sentido del término, y voz sublime, pero que aparea como los primeros místicos que gozaban en cuerpo y alma el don del otro, de la otra sin vacilaciones ni culpas ni mecanismos de defensa. Es un rasgo esencial en la poesía de Pérez López descubrir ese hallazgo que nos acera y que nos lleva hacia lo pretérito. Poesía al amor, al acto/coito de amor, amorosa en su rebeldía y revelación de Eros en el ‘paisaje de lo que uno ama’. Poesía de cuerpo, corporal, de la sublimación del poema/cuerpo. Elogio a la vida a través/por medio del cuerpo del poema: verbo y carne son unánime en Pérez López. Éste tiene su aire, llega al corazón, al cuerpo de lo amado, al epicentro del lector: sin lectores el poema no tiene vida, y sin poesía el Ser se queda sin hálito vital.
He ahí el quid de la poesía de Pérez López, nos da vida cual madre/amada generosa, como nos la sigue dando Gabriela Mistral; en ambas poetas hay una poesía de la tierra y para el polvo, el enamorado y el que nos cubre. La poeta le descubre al lector el sentido de la vida: amar y ser amados en toda su belleza y consecuencias, cotidianas y de las otras.
En los fluidos del poema – de estos poemas – van los fluidos del Ser, del cuerpo hecho poema transgrediendo la noción del decir religioso. La religión que hay en la poesía de Pérez López es la del cuerpo amado, de la mujer que ama con todas sus consecuencias sin caer en el abismo de la separación de género. Ninguno está sobre el otro. Su poesía/poema es una cópula perfecta en contenido y forma, en texto y contexto, en textura y tesitura. Hay situación binaria en ellos y a la vez cosmogónica, o fractal.
Catorce vidas es una aventura, y ventura, que es permanente. En ellos hay una ‘revolución permanente’ que va más allá de esa ‘totalidad’ porque el poema sobrepasa cualquier red que lo atrape. En Pérez López la poesía no es un reflejo del poeta sino su consecuencia. Me explico, no es su Yo el que existe en éstos; va más allá de la individualidad: la poeta es voz tribal, por lo que la copulación, lo copulario es de todos: supervivencia de la especie, del poema. Una iluminación con luz y discurso propio. Su poesía es un poema de amor al Uno, al Todo: es la ‘Casa del Ser’.
Memoria de ahora, no de ayer. El amor se vive en la poeta en presente, en ‘cuerpo presente’. No como religión sino como geografía y gramática y morfología. Convierte, subvierte, ‘pervierte’ el signo de la lengua y a la lengua la vuelve signo; es decir, transgresión.
Una poesía que no tiene adjetivo; ningún poema debe tenerlo, si es que no le da vida a éste. Huidobro siempre tiene que estar cerca. O es poema, o no lo es.
Catorce vidas que son siete – doblemente felinas – la posteridad y un unánime palpitar.
“He leído el cuerpo de su poesía”, le habré dicho en algún momento a la poeta.
Ahora os invito a leer las Catorce vidas, de María Ángeles Pérez López, en cuerpo y alma. Hay misterio en ellos, claridad, magisterio. Viajes a la semilla.
Selección de poemas
Conozco
Conozco mi culpa.
Aprendizaje lento e insobornable.
No hay quien dé más por menos,
ni manera
de asumir esta flor que hiere el agua.
(de Tratado sobre la geografía del desastre)
El perfecto dibujo
El perfecto dibujo de la piel amarrada,
a sí misma amarrada,
desplazando el aire con cada movimiento,
tiene un perfil de piedra,
de palote de niño dibujando.
Tiene un peso de piedra
y el oscuro entrecejo de la luz resbalada
porque la luz siempre resbala sobre las cosas
y no lo entiendo.
(de Tratado sobre la geografía del desastre)
La mirada insolente
para Ana Orantes, a quien su exmarido prendió
fuego un 17 de diciembre de 1997
La mirada insolente
es una forma aguda como un clavo en la tierra,
contiene una porción horrible de sí misma
y apenas imagina
la depauperada humillación de estar
como si no,
del cuerpo que se arruga
y se encoge en su nudo primerizo
volviéndose ceniza, haciéndose invisible
materia degradada por el odio,
la paja que se prende con blandura.
La mirada insolente
acompaña a la mano, a la pierna insolentes
para apresar el cuerpo con el garfio del miedo
porque ella está tan sola y ya vencida,
herida de la queja y azotada
con el tizón de espanto que lleva el que es su ángel
del mal o de la ira.
La violencia insolente
hace temblar los márgenes del cuerpo
y en su lenta combustión como de encina
la tinta de las venas escribe ese calvario
cuando era profanado el templo de la carne
y en el aire se anotan garabatos, grafitis
con la voz enfangada y sucia de ese grito
que calcina los labios, las cuerdas de la boca,
“porque yo no sabía hablar
porque yo era analfabeta
porque yo era un bulto
porque yo no valía un duro”.
Oh cuerpo de papel para la hoguera.
(de El ángel de la ira)
Dos
Dos piernas, dos rodillas, dos tobillos,
los dedos diminutos de los pies
que son tan parecidos unos a otros
y suman sus falanges en parejas,
los huesos semejantes, sucedidos
y su contaduría vertebral
para escribir el peso o el fulgor
son nómina y carbón en papel copia,
perfecta simetría con que el cuerpo
busca no estar tan solo y se consuela
del lunes y su abrazo envenenado.
Por eso se acompasa en paridad,
escruta sus meninges, sus alardes,
su tiempo entristecido y concluyente
y cuenta sus costillas mientras gime,
porque es inmensa la llanura sola
y el sol está tan lejos como el mar.
El día en que nos faltan los afectos,
palabras olvidadas como trébede,
justicia, lapicera o resplandor,
cuando estalla la flor de la torpeza
y aroma los manzanos al troncharse,
el cuerpo se conforma como puede,
busca su concordancia, su acomodo
para la ley de las compensaciones
y balancea su peso duplicado
por el estrecho beso de lo dual.
Tan solo los impares desiguales
-el sexo, el corazón o la cabeza-
revientan en su plomo solitario,
reclaman con ardor para la sed
y exigen de algún modo compañía,
un canto en que se enreden otras voces
haciendo más liviano el universo.
(de La ausente)
Islotes
Hasta el poema llegan, como islotes
de óxido y de plancton celular,
los restos silenciosos del naufragio
en que quedan los barcos y los hombres
tras el amor intenso, el oleaje
que levanta su proa y la sumerge
al fondo de la mar y sus caballos.
Las caracolas guardan su rumor,
la lentitud sombría en que los peces
desnudos se acomodan a morir
y vuelven cristalina su belleza
de fósil, su armadura transparente,
su vertical caída hasta el silencio
en que el fondo del mar guarda la espuma
que levantó el deseo y las mareas.
En su abisal distancia deslenguada,
amor y mar comparten varias letras
y la raíz mojada por la sal
empapa cada signo tras su empeño
por la coloración y el frenesí.
La boca humedecida, la entretela
del cuerpo y sus humores ablandados,
las veintisiete letras rezumadas
por la líquida masa del amor
después se vuelven piedra quebradiza,
astilla y fósil blanco en su rescoldo,
su agalla enrojecida en el vivir.
(de La ausente)
Ciervos
La mujer espera la llegada de los ciervos.
Se sienta en la cuneta y se descalza.
Con la uña más pequeña de su pie
rasca la tierra blanda y enmohecida
hasta arrancar un árbol de raíz.
Con un dedo invisible en su estatura,
remoto soberano primordial
empuja los nogales, los gomeros,
las hayas y los robles, los manzanos.
Después, bajo la lluvia, se arrepiente
mientras le late el pánico en la ropa.
El dedo mutilado es como el odio
del árbol mutilado, en la mujer
que se pinta en los labios treinta y dos
piezas dentales blancas, esmaltadas
con las que no morderse los pezones
ni llorar por los árboles caídos
y que suben despacio, en sus alveolos,
como subió cada árbol a su copa.
Del tronco descuajado, vuelto torre
gemela de otras torres neoyorquinas
caen los pájaros muertos, las personas
como estorninos muertos, el ramaje
como chicharra muerta, los tablones
como féretros muertos para Irak.
La mujer entretanto se avergüenza,
guarda el dedo y su uña, sus dolores,
el esponjoso hueco de la encía
en que ató cada diente su raíz
y levantó una torre mineral.
A su lado, los árboles reposan
su tiempo de madera, griterío
de perros y de niños clausurados,
los brazos y las piernas como ramas
taladas con dolor contra la tierra.
Los animales huyen espantados.
Los ciervos se disculpan y no vienen.
(de Atavío y puñal)
Elefantes
Como los elefantes, la mujer
se inquieta ante los huesos de su especie,
mueve nerviosamente la cabeza,
se extravía y tropieza en su dolor.
Los esqueletos largos, mascarones
que arrojaron el mar y el pleistoceno
para dormir, lavados por el agua
hasta volverse láminas de luz,
son una herida abierta y silenciosa
que los grandes mamíferos levantan
con tal delicadeza, con colmillos
en su arabesco y su melancolía.
Porque los elefantes, la mujer,
elevan la osamenta de los suyos
y los acunan con sus grandes dientes,
los mecen con pasión y con trastorno.
Como los elefantes, la mujer
cubre su piel de arena y de termitas,
arroja a sus costillas, su espaldar
la tierra de sus muertos, se recubre
de su aspereza seca, ventolera
o ráfaga de tiempo calcinado
y canta lentamente una canción
que en su baja frecuencia, solo escuchan
congéneres lejanos, primordiales.
Cuando pinta sus dientes de marfil,
dentina opaca y blanca, romboidal
que prestigia su boca y su alegría,
la mujer talla en ellos la aflicción
preciosa, endurecida como laja
que atraviesa la luz y la somete.
(a Esteban Peicovich, por “El otro amor”)
(a Charo Ruano)
(de Atavío y puñal)
El bisturí
El bisturí inocula su dolor.
En el corte limpísimo florece
el polen que envenenan las avispas,
su aguijón turbulento y ofensivo.
La mesa del quirófano está lejos
de la luz y la tierra del jardín,
su amor desesperado por la vida
y el material mohoso del origen,
lejos de la pasión de los hierbajos
y la piedra porosa en la que sangra
la desgastada edad de las vocales
que escribieron verdad y compañía.
En la asepsia que exige el hospital,
el bisturí recorta el corazón
de la página blanca del poema,
la sábana que tapa el cuerpo enfermo.
No queda ni memoria ni alarido,
tan solo un hueco rojo en el lenguaje.
En la mano que empuña la salud
hay sin embargo un corte diminuto,
una línea de sangre y su alfabeto.
con Álvaro Mutis
también con Gambarotta
(de Fiebre y compasión de los metales)
Lanzar contra la luz
Lanzar contra la luz todos los peces
y evitar que las redes los atrapen,
que los muerda el anzuelo con su boca
curvada en la violencia de morir.
Desanudar la asfixia, trabazón,
bocanada de anhídrido y espinas
en que se hunden la angustia y los tacones
cuando el jueves se cierra, abochornado,
sobre su propia lista de imposibles.
Lanzarlos como quien avienta lana,
como quien suelta el trigo tras la trilla
o la harina blanquísima en el pan,
para que permanezcan en su vuelo
igual que permanece en la memoria
del agua cada fibra de la luz.
Para que se detenga su caída
contra el asfalto sucio, contra el miedo
metálico que exudan los arpones.
Para que permanezca en cada letra
el copo diminuto de almidón
como quietud de aquello que se mueve,
pez que se escurre raudo entre las manos
y nada en la canción de las agallas.
(con Eugenio Montejo)
(de Fiebre y compasión de los metales)
Lo amputado
Animal amputado que no muere,
vegetal amputado que no muere,
palabras amputadas que no mueren.
Contra el dolor que tala la hermosura
–el brazo gangrenado y su exigencia,
el dedo que la máquina anuló
y su uña que se aferra a lo invisible
como tenaz se aferra a cada árbol
la yema en la que inscribe su deseo,
porción y cobertura seminal–
siguen creciendo el tiempo, las ramitas.
Sigue empujando el río en su desove,
la larva en lo precario, el estornino
en el amor salvaje a las distancias,
la almendra en su epitelio y su ternura.
Sigue empujando el sol toda la luz.
Quien amputa sonidos, no percibe
que en la palabra bosque, late el árbol
y en la palabra rama, la madera.
Que está el viento dormido en el violín
y la piedra en la tierra y su traspié
como están en la casa el pan y el hambre,
las vocales abiertas de la boca.
Que aunque estén cercenadas las palabras
cada letra confirma su energía,
su entrega y movimiento, su caudal.
Prolifera la vida en sus acopios.
con César Vallejo
(de Fiebre y compasión de los metales)
En el aire, la piedra
En el aire, la piedra ya no duele.
Cuando rueda, recorre con violencia
la edad que se camina hasta ser bronce
y transforma en herida cada lasca.
Limadura, fracción con que el lenguaje
despedaza la piedra en sus dos sílabas
como vocablo hendido y estilete
que afila la humildad de la derrota
para ofrecer la dádiva del miedo,
la floración solar del sacrificio.
Piedra cuchillo, caracola de aire
que encierra los sonidos de la tribu
en el tambor solemne de la guerra,
en la angustia y pezuña de animal,
en la desesperada turbación
con la que Gaza sangra por sus cifras.
Sin embargo, la piedra se resiste.
No está dispuesta a ser domesticada.
Hay en su corazón un alto pájaro.
Hay en ella arrecifes, elefantes,
caminos y escaleras, soliloquios,
las circunvoluciones, el destino,
el álgebra, la luz de las estrellas,
el abrazo de Abel y de Caín.
Hay en su corazón un alto pájaro.
Cuando vuela en el aire, ya no duele.
(de Fiebre y compasión de los metales)
Las dos piernas se sueltan
Las dos piernas se sueltan de su cuerpo:
dos liebres inquietísimas que avanzan
en la temperatura de la sed.
Liberadas del fémur y la tibia
son pértiga en el filo de la tarde
y corren sin rasgar la levedad.
No hay pena ni temblor sobre su hocico,
tan solo la cautela del amor.
Y cuando se encaraman sobre el miedo
no las alcanza el rastro de la muerte.
Han borrado las huellas, inspeccionan
la larga dimensión de la llanura
y su carne es rojísima y vivaz
porque guarda el valor, la hemoglobina.
La tierra era redonda. Sin embargo,
si las liebres son piernas recorriendo
inagotablemente su confín,
se transforma en papel: dos dimensiones
que los cuerpos levantan y protegen.
Territorio que se convierte en mapa,
volumen de la altura más carnal
en la verdad exacta de la sangre.
Las dos piernas se sueltan de su cuerpo
pero prometen ir pronto a buscarlo.
Cuando giran, livianas, sobre el mundo
beben velocidad y transparencia
y no empañan ni el agua ni la sed.
(a Chinoy)