José Ángel Leyva
Umberto Eco afirma, con mucha razón, que el tonto del pueblo tiene voz en los espacios cibernéticos como lo puede tener un Premio Nobel. Y sí, las redes sociales abren espacio a los imbéciles, como lo hacen los celulares o móviles y uno escucha en el espacio público las conversaciones más banales que se pueda imaginar. Todos quieren ser vistos y escuchados, desde el vendedor ambulante y el empleado más humilde hasta el Ministro de Estado. La tecnología democratiza la estupidez. No hablamos, gritamos. El espacio público, como internet, se ruralizan y cada quien, sobre todo en sociedades menos reglamentadas y corruptas como la nuestra (México—puede ponerse el país de su elección), la trasgresión y la imposición de verdades individuales son norma de la selva.
José Ángel Leyva
Umberto Eco afirma, con mucha razón, que el tonto del pueblo tiene voz en los espacios cibernéticos como lo puede tener un Premio Nobel. Y sí, las redes sociales abren espacio a los imbéciles, como lo hacen los celulares o móviles y uno escucha en el espacio público las conversaciones más banales que se pueda imaginar. Todos quieren ser vistos y escuchados, desde el vendedor ambulante y el empleado más humilde hasta el Ministro de Estado. La tecnología democratiza la estupidez. No hablamos, gritamos. El espacio público, como internet, se ruralizan y cada quien, sobre todo en sociedades menos reglamentadas y corruptas como la nuestra (México—puede ponerse el país de su elección), la trasgresión y la imposición de verdades individuales son norma de la selva.
¿Los tontos salieron de los bares y entraron a eructar a las Redes Sociales? Quizás. Pero la imprenta también le dio la palabra a los imbéciles, como lo hizo la radio, la telefonía, el cine, y ahora Internet. La tontería o la trivialidad no podrán ser contenidas en un área restringida de la inteligencia comunitaria. El sentido común, la información, la sapiencia, y mucho menos la sabiduría tienen los mismos niveles de aceptación que tienen los tontos o «listillos» de la televisión. Por todos lados se escucha elevar el drama de una telenovela, de un Reality Show o de la vida futbolera a niveles de inteligencia superdotada. Los opinadores de Futbol son la materia gris del universo. La estupidez nunca ha tenido las puertas cerradas a los dominios del poder. Presidentes de Estado, ya no se diga monarcas, vienen y van dictando leyes y determinando destinos. La gente votará por los tontos para ocupar cargos públicos, les celebrará sus bufonadas, les dará categoría de iluminados.
La estupidez pues, no es privativa ni nació con la Redes Sociales, no es tampoco el régimen de la imbecilidad. Como la televisión, uno puede elegir o apagar. El problema entonces es que en esa elección, por extrañas razones, siempre gana la trivialidad, el exhibicionismo. Quizás la inteligencia debería de acampar más a menudo en los terrenos donde los tontos parlotean, gritan, se mueven con sus colores vistosos, se estacionan en doble o triple fila en las calles, se pasan los semáforos en rojo, dictan sentencias, extorsionan, tuercen las leyes, conducen naciones, incluso escriben libros.
Los tiranos escriben poesía, los fascistas son tiernos con sus hijos, el avaricioso da la vida por su perro, los defensores de animales piden la pena de muerte, y en las redes sociales se elogia la “belleza” antes que la inteligencia. Los buenos deseos en Facebook nada tienen que ver con las acciones, la pasividad y el narcisismo carcome las entrañas de quienes no ven o no quieren ver que, mientras tanto, unos pocos deciden sus destinos, que la virtualidad no es virtud ni el “amigo” es entrañable, que el humor no es carcajada, ni el chiste es ingenio. Las redes sociales son un instrumento de comunicación y de esparcimiento, de lucidez o de babeante pasatiempo. Son prisión mental o puerta de acceso a otras conciencias. No hay instrumentos buenos y malos, para idiotas y para sabios, el conflicto empieza en el uso, en su intención, en la ausencia de responsabilidad de quienes dejan en manos de los “listos” las herramientas de la enajenación. ¿Pero es entonces que los sabios dejaron de pensar, de cuestionar, de ironizar, de ver y de escuchar, de aprender? Durante siglos, El Quijote de la mancha fue un libro intrascendente, una humorada popular que escocía el paladar literario y filosófico de más de un hombre iluminado. En la calle, en la muchedumbre, en lo popular, en el argot, en la asquerosa realidad con sus vomitivos contenidos televisivos, en la banalidad cotidiana, en los “like” y en los “guapísima (o)” de las redes sociales, en las dosis mínimas de genialidad de los twiteros hay lo que cualquier persona inteligente puede convertir en materia gris, en sustancia reciclable para pensar de otros modos. Si los imbéciles se apoderan de los espacios y de los instrumentos de comunicación es porque la inteligencia se declara incompetente. No hay obra trascendente, no hay memoria que no abreve en esas tumultuosas corrientes de apariencia tonta, en esos espacios de parloteo y de ruido, de leyenda, de oralidad. No es el elogio de la trivialidad y la estupidez, sino la defensa de un espacio donde también pueden darse cita los que piensan.
Y para concluir, Zigmunt Bauman pone el dedo en la llaga cuando advierte que las redes sociales son –no dice pueden ser–, una trampa porque crean sustitutos de la comunidad, una falsa idea de la amistad y del activismo, un entretenimiento en el que nadie se mueve. Como le decía hace poco a un amigo que se dedica a la crítica literaria cuando apareció su foto junto a un artículo suyo. Nadie le expresó algo sobre la inteligencia vertida en su escrito, nadie elogió su agudeza mental, la mayoría manifestó que se veía guapo. La seguridad se apoya más en la idea de lo físico, en la apariencia, que en las ideas. Por ello es más fácil que el sujeto solitario que busca compañía y el eco de sus deseos represente el papel del actor ante su espejo: espejito espejito, dime quién es el… o la más… Si alguno de sus “amigos” disiente, si manifiesta lo que piensa o lo que cree y es contrario al eco esperado, el dueño de esa cuenta y de ese conjunto de nombres denominados “amigos” pasa a ser personan non grata y por tanto es borrado o eliminado. La intolerancia es entonces el símbolo más visible del individualismo y del confort “intelectual” que busca la mayoría de quienes no desean pensar, discutir, debatir, interactuar, pero sobre todo, pensar.