Se había encontrado con un mazo de revistas pornográficas.
-Así que esto es lo que hojea por horas el cochino de mi marido…
Página tras página, la primera revista que abrió se fue convirtiendo en un catálogo de las más grandes audacias que, cómo ahí se veía, se podían poner en práctica en el entramado de los cuerpos. “Catálogo de asquerosidades” dirían las mentes estrictas que no quieren saber nada de tales posibilidades carnales, en donde el mal bailotea a gusto con todos los ritmos que ha recogido de los más apartados rincones planetarios.
Lucían algunas escenas que le recordaban cosas que había hecho con su esposo… y si memorizaba bien… quizá antes que con él… entonces eran asuntos no tan alejados de lo “normalito”, pues se apreciaban acrobacias que ya había intentado en la intimidad sin la conciencia plena que da el verlas realizadas en otros cuerpos, frente a la vista propia. Qué diferente era ver algunas de esas escenas desde afuera, algunas de esas cosas… tan…
Entonces, así de voluminosas como en la revista, cargadas de seducción, se verían sus propias nalgas cuando se agachaba insinuante; cuando se ataviaba con una prenda ligera que siempre terminaba por provocar el manotazo masculino tras una mirada lujuriosa; entonces, ese poderoso poder del trasero también era su poder, pero así, visto de volumen; qué poder tan poderoso intuyó; también ella poseía ese poder, con las mismas turgencias que mostraban aquellas fotos.
Otra página, otra posición. El hombre metido entre las piernas abiertas de aquella mujer que parecía que por ahí quisiera devorar el mundo. Roberto, cómo podría olvidar la lengua de Roberto en esas condiciones; la lengua exploradora de su conyuge penetrando dentro de aquella carne abierta, tersa, humedecida por quién sabe qué misterios que seguramente vienen resbalando desde los astros mismos, para cumplir su misión de resbalar y aromar sobre la tierra.
Esa era toda una experiencia. Todo eso que el hombre al hablar de la mujer le dice simplemente “el culo”, es un completo sistema para la fisiología y para el placer. Se trata de un entramado carnal compuesto por diferentes imanes. Recorre la mano por una suavidad humedecida que expone al tacto pequeñas prominencias, a la principal los médicos le llaman clítoris, pero también los pecadores, holanes palpitantes, superficies suaves que se dejan mover con las yemas de los dedos.
Recorre la lengua los huecos hondos y no los alcanza a colmar; realiza un esfuerzo extremo y no lo logra; entonces la lengua regresa a jugar con el clítoris, con las inmediaciones del ano, con la amplia hendidura que también huele ligeramente a orina, con todo ese sistema al que simplemente se le llama “el culo”. Ahí todo es suavidad que jala, que absorbe, que imanta, que obliga a que los cuerpos se fundan entre sí, ovillándose el masculino para mejor caber en el elástico nido de los pigargos.
Revisó displicente y a cada momento fue pensando más en él, en Roberto, en su propia imaginación en movimiento, entrando y saliendo como sombra de esos gruesos penes introduciéndose en las mujeres fotografiadas en papel satín, a todo color, plenas despatarradas y en las posiciones más obscenas.
Siguió hojeando sobre las sábanas y el sólo imaginar a su marido calentándose con eso le empezó a crecer la sensación de que ella podía ser una despernancada más, una de esas abiertotas sin pudor alguno. Le disgustó la idea, pero no, sí y no, tenía que confesarse que estaba siendo mayor el calorcito que le invadía que el friezuelo de su molestia, ¿pero había en realidad molestia? Entrecerró los ojos:
-Viejas puercas –se dijo sin saber si en lo pensado había insulto o cierta admiración ante el desmedido descaro de aquellas, las grandísimas putas fotografiadas- cómo se atreven, ciniquísimas.
Sintió como que se desvanecía en un suave sueño provocado por una temperatura corporal más que tibia. Creyó dormitar un tiempo con la revista en la mano, fláccida, más de pronto el fuerte envión hacia sus interiores le devolvió a las sábanas revueltas.
Roberto se encontraba incrustado entre sus muslos hasta lo más profundo de su sexo, de su ser. Y ella no se sentía mal. Se sentía clavada por el centro pero no se sentía mal. Tampoco sentía mal que El Fut se entretuviera besándole con dedicación, cada centímetro tembloroso de sus pies. Le besaba y le daba breves lamiditas en los empeines, en sus pequeños dedos, en los talones.
Por qué ahora iba sentirse mal, si ya mucho tiempo antes Susano, Sus, también El Fut -así le decían- hasta le escribió un breve poema a sus pies, poemita que ella misma había transmitido mediante correo electrónico a muchos de sus amigos.
El que sí desplegaba lo más que podía su brusquedad, su falta de delicadeza, era Carlos (cómo iba a ser de otra manera), aquel Carlos, idealista de hacía ya varios siglos y que ahora se dedicaba a difundir canalladas por la televisión poniéndose al servicio de las peores causas. Igual se estaba portando ahora sobre la cama, cínico, tosco, despiadado en sus acciones, como abusando de la situación.
Carlos le introducía bárbaramente el pene en la boca hasta el grado de quitarle por momentos la respiración. Sus o El Fut fue bajando (¿subiendo?) lento, de los pies a las pantorrillas; se las besaba con delicadeza y de vez en cuando se las lamía con una tímida lengua que más le motivaba a ella al percibir los contrastes con Carlos; pero en realidad Sus era más movido por la ternura que por la timidez.
Ella esperaba que Sus llegara hasta sus senos para experimentar la suavidad de sus labios en sus pezones, en las cúspides de aquel lomerío turgente. Pero no fue así, fue Carlos quien se apoderó de sus chiches y se las empezó a mordisquear aunque no hiriéndola, causándole sólo pequeños dolorcitos excitantes.
Su marido era el que ahora estaba dentro de su boca, pero actuaba con cuidado, con esa calidez con la que siempre la abrazaba o le tocaba sus partes comprometedoras diciéndole con una voz que salía del amor más profundo:
-Mi putita querida, mi putita adorada.
Sus le empezó a lamer los costados como pidiendo permiso para llegar a los senos. Carlos se desprendió, se corrió al otro extremo del cuerpo de ella, le levantó las piernas, siempre con aspereza, y fue cuando ella se sintió penetrada por los glúteos con un dolor tan intenso que de momento se olvidó del resto de las caricias.
El hecho violento rompió en segundos los equilibrios simétricos corporales; saltos cualitativos que si rigen el universo, con mucha más razón los cuerpos. Flor se logró zafar como pudo de aquel envión salvaje y se fue sobre Carlos, en las manos portaba el grosor de un objeto, en una breve lucha sostenida por ambos, alcanzó el trasero de Carlos y ya con la ayuda de Roberto y el Sus, logró introducir el grueso juguete en forma de verga, su motivo habrá tenido, en el hondo socavón de mentadas de madre y soecía absoluta esgrimida por Carlos como exorcismo de rústica religión que en este caso no le había funcionado.
Flor le clavaba la estaca con la misma desconsideración con la que él solía portarse. Una vez vencido y calmado, dócil ante el embate, sin dejar de proferir palabras de grueso calibre, una vez vencido, perfectamente violado por el golem afrentoso guardó cierta pasividad.
–Para qué tanto escándalo –se atrevió a considerar Sus, medio burlesco- ¿no acaso San Sebastián había sido herido no por una, sino por múltiples flechas?
Carlos, después de un rato de reposo con el objeto violador adentro, reaccionó y volvió a poseer a Flor furiosamente, se introdujo de nuevo por atrás pero ahora boca arriba dando oportunidad de que en esa forma Sus pudiera entrar por la invitación vaginal, mientras su marido, más amoroso que nunca, besaba y sobaba los senos que segundos antes Carlos había maltratado.
Le besaba él las lomas palpitantes mientras con las dos manos le alisaba el pelo ensortijado:
-Mi putita querida, mi putita adora, chaparrita preciosa.
Ella recordó entonces, con las mandíbulas apretadas de vez en vez, cómo durante la primera semana de casados su marido le pidió que le diera a lermar agua de pantaleta, bebedizo novedoso para ella.
Durante una semana, estuvo hirviendo las pantaletas del día para meter después el recipiente de metal en el refrigerador y administrarle el contenido antes de cada comida. Fue una semana, que según él, lo había unido a ella para siempre con el rarísimo brebaje de por medio. Flor se encontraba ahora con la boca libre, por ella emitía leves gemidos que de pronto se rompían con algún ¡ay! de mayores urgencias para después volver a la levedad de la queja breve y del sollozo.
Al empujar Carlos hacia arriba, con la fuerza con que se empecinaba, hacía saltar los otros tres cuerpos sobre las sábanas, pero no lograba que ninguno se desprendiera de los empeños en los que se encontraban. Roberto volvió a alcanzar la boca de Flor para invadirla nuevamente con longitudes y grosores, entonces Carlos aprovechó para, desde la posición en la que se encontraba, avanzar sus manos hacia adelante y alcanzar los redondos senos de ella, esos senos grandes y gordos que tanto le gustaban a su esposo. Un agarrón más entre El Santos y la Tetona Mendoza.
Flor estaba siendo sacrificada por la fuerza de tres varones, ahora era más, mucho más mujer que todas las mujeres o ¿habría en estos momentos alguien en el planeta con sus hoyos plenamente atacados por el delicioso enemigo? ¿Sí?… ¿Alguna mujer estaría en estos momentos, como ella, ordeñando de ese modo los genitales de la vida?
Sin duda alguna que en esto que le estaba pasando había tenido que ver algo el Diablo; pero en este dolor-placer que sentía, en esta humillación-satisfacción que le hacía palpitar el cuerpo entero; en este querer no queriendo o en este queriendo sin aceptar del todo que se ha querido y que se quiere, sin duda que también había una bendición, ¿de quién?, ¿de la naturaleza?, ¿de la sabiduría pecaminosa de los cuerpos?, ¿había bajado del cielo el Marqués de Sade a bendecirla? Porque esto era como estar en la gloria, pero desde los abismos más profundos de los hornos.
¿Esta sería en realidad la gloria prometida? ¿Así, barnizada con las llamas del averno? Recordaba que en varias ocasiones había escuchado a su marido decir que las pantaletas femeninas eran el equivalente al cáliz a la mitad de una misa. Ella, ahora, ahí, sola, frente a la fuerza desatada de tres hombres, de tres en uno, Hombre bestial y divino, varón de dolor y delicia y ella, sola, frente a la lascivia del Hombre, del Hombre, a imagen y semejanza de Dios. El Hombre, el Hombre universal procurándole el salvaje y sagrado placer.
Ella sola, ahí, sin ninguna defensa más que sus orificios, frente a la fuerza colosal. Tres dioses griegos; no, mejor, tres marcianos en la tierra; no, mejor, tres fuerzas cósmicas y nada más. Pero si el hombre fue hecho a la imagen de Dios… Este enorme placer pecaminoso solamente podría venir de él, de Dios. Era un placer bendito. Entonces se encontraba con los testículos de Dios adentro y habría que confesar que mucho tenían de satánicos tales apéndices… de deliciosamente satánicos.
Estaba confundida: ¿era la gloria convertida en infierno o era el infierno convertido en la gloria? ¿El placer que sentía hoy compensaría la vergüenza que sentiría mañana?, ya no con los hombres que la estaban poseyendo, sino con toda la demás gente que de seguro con sólo verla a los ojos adivinarían su pecado.
¿Por qué su pecado? Ah, su pecado, porque ella iba a ser una de las pocas mujeres que de verdad habían conocido la gloria, así de diabólica como esta es. Y tanta gloria, tanta, seguramente era un gran pecado. Había cometido el pecado de conocer la gloria, de conocer al Hombre en tres grosores distintos. ¿Así que lo divino era el pecado más grande de la existencia?
Roberto volvió a la humedad vaginal mientras ella flanqueda por Carlos y Sus, tomaba los dos troncos hinchados; con cada mano hacía trabajos de frotamiento que se convertían en fuelleos fricativos y emisiones guturales, como animal asesando víctima de sus propias desmesuras. Así estuvo luyendo los falos por largo tiempo. Sus, con el bálano atrapado a cinco dedos forzaba el torso para alcanzar los labios de ella y en su otro costado Carlos se dejaba hacer, jalar, frotar el pene mientras él por su parte se apoderaba con fuerza de los senos de la Mendoza.
Roberto, regresó a lamerle la vulva nuevamente para percibir de nuevo ese sabor de sudorcito íntimo, esa acidosa y salina invitación femenina, amiga, amiga, amiga imantadora, luego se acomodó para introducirse en su abertura envolvente, se metió y frotó y frotó los interiores de su mujer, siguió frotando, de pronto, empezó a moverse con mayor rapidez, parecía que era el alma misma la que iba a vomitar por el glande en cualquier momento mientras ella sólo le repetía con ansiedad:
-Cachito… Cachito de mi vida… Cachito… mi Cachito.
Flor sintió que una cálida esencia la invadía, después le brotaba de la vulva para desparramarse entre sus muslos. Su marido se abrazó a ella, fuerte, rodeándole la cintura:
-Mi chaparrita querida… mi putita del alma…”
Aflojó el abrazo, se zafó de la carne horadada y se deslizó a otra parte de la cama como buscando un reposo bien ganado.
Él, que tan excitado había procedido, de momento no quiso saber nada de lo que estaba pasando a su lado, quizá no había sido suficiente el agua de pantaleta, que bebió durante su primera semana de matrimonio. Fatigado cerró los ojos y los oídos a su entorno.
Fue cuando Carlos se apoderó del florecido cuerpo y de un sólo impulso lo volteó bocabajo, primero, y después hizo que Flor se pusiera como una perrita desamparada esperando el ataque ineludible. Mientras tanto ella cambió de mano para poder seguir asiendo la hinchazón del Sus.
Carlos acomodó su desmesura entre las palpitaciones anales pero antes de embestir sintió que emitía una primera eyaculación mientras caía un poco de su saliva, sobre la disimulada cicatriz que ella exhibía en la espalda baja, producto de una intervención lumbar que había sufrido hacía ya mucho tiempo. Carlos primero le dio dos sonoras nalgadas que Flor sintió como dos brasas que le quemaban los glúteos. Entonces él, como para mitigarle los ardores le untó en ambas redondeces el bálsamo de lo eyaculado.
Volvió a apuntar hacia el orificio anal y dejó ir toda su fuerza al interior:
-Te voy a desfondar cabrona –amenazó como si estuviera furioso por algo- cabrona, te voy a desfondar delante del cornudo de tu marido.
Esta vez Flor no emitió ni una sola queja, estoicamente dejó que Carlos se esforzara sobre su cuerpo intentando internarse en un más ya imposible. Ella, al contrario de otras mujeres en esos trances, no abrió las rodillas, por el contrario, las juntó quedando las rodillas de él flanqueando las suyas.
Ella sintió su mano pegajosa, estaba rebosante del semen que Sus ya no había podido tampoco contener. Con Carlos clavado atrás, los dos hombres todavía en acción y ella misma empezaron a embadurnar el cuerpo de la sacrificada con los zumos varoniles de los tres hombres. La cara, los senos, el vientre, la espalda, las nalgas, las piernas, los piececitos (patrimonio del Sus, ganado a punta de poema), todo estaba embalsamado con viscoso trilíquido convertido en uno, los líquidos del Hombre que podrían tener tantos nombres, por ejemplo, los de algunos de los amigos del café a donde asistía Roberto; a todos ellos besaba en la mejilla con deliciosa inocencia sin que Roberto se molestara, es más, hasta aparentaba una muy personal satisfacción, lo que le daba a ella más libertad y confianza en el beso.
Estaba empapada de semen en estos momentos. Barnizada toda estaba con aquel licor pegajoso que su piel absorbía ansiosa por todos los poros. Carlos seguía clavado atrás. Luego vino el último empujón del atacante. Había sido tan fuerte que la hizo despertar.
¿Cómo, despertar?, ¿había sido todo un simple sueño? ¿Tanta gloria olibanada, barnizada con azufre, no había sido más que un simple sueño? Pero no, algo era cierto, era claramente perceptible una invasión en la zona rectal, su cuerpo no la podía engañar de esa manera, era su cuerpo… y él sentía… nada más eso faltaba… ahí estaba el grosor de plástico que se deslizaba lentamente hacia afuera; hasta que ella sintió el descanso de estar libre del acoso.
Vio el objeto, las revistas hojeadas se encontraban al lado. Vio aquella masa de longitudes redondeadas, el grueso penínsulo sin perdones, un “consolador”, un dildo, que había adquirido con Roberto en una Fiesta del Erotismo efectuada meses antes en las instalaciones del Palacio de los Deportes.
Entonces sí, todo lo demás había sido sueño, lo único real eran las revistas y aquella verga de juguete, aquel lingam que su esposo le había aconsejado no usar porque según él, había resultado demasiado grueso para ella. Se sintió frustrada y aliviada a la vez. Quizá contenta. Pero quizá molesta.
El sueño ése algún significado debía tener, pensó, y con el único que tenía confianza para hablar de esto y encontrarle un sentido era con el Sus; respecto al Sus, hacía años había sido su jefe y le había hecho poemas durante un viaje a un romántico pueblecito del Estado de México, poema en el que insistía en besar sus pequeños pies. Podía citarlo y abordar el tema ampliamente, era al que más confianza guardaba para hablar de eso, ya que con su marido sentía vergüenza comentar el asunto en el que habían participado otros dos; ¿qué significado podría tener tal sueño?
Le mandó un mensaje por correo electrónico al primero y Susano (su nombre de calendario) respondió de inmediato diciéndole que estaría con ella a la altura de las 16 horas. Se sintió tranquila. No le pudo explicar más porque justamente en ese momento empezó el celular a producir un escándalo insoportable.
Contestó y por esas coordenadas indescifrables que tiene la existencia resultó que quien le hablaba desde el otro extremo era Carlos, personaje no muy de su agrado, con quien por cierto, tenía años de no comunicarse. Impositivo y burlesco, como siempre, sólo le dijo:
-Necesito hablar contigo, si vives donde mismo pasaré por ahí como a las cuatro de la tarde.
Ella no respondió, quedó como petrificada y sólo dejó caer el teléfono sobre el piso. ¡Qué absurda coincidencia!
Serían apenas como las 15 horas cuando volvió a sonar el teléfono; era su marido. Con tono risueño le comentó:
-¿Qué crees, se va a hacer un inventario en la oficina, así es que me voy a poder escapar desde temprano; caeré por allá dentro de un rato… media hora a más tardar…
Esto entraba dentro de los terrenos de lo increíble. No podía ser. ¿Era una broma de quién, del Todopoderoso o de su contra azufrosa? Una confluencia de vectores que sólo podría caber en los anales de lo imposible o en esos casos de excepción que dicen que existen. Se sintió nerviosa, molesta, empezó a dar vueltas en la sala; esto que estaba pasando era anormal del todo, del todo estaba siendo increíble.
Daba vueltas y más vueltas perdida en el desconcierto. ¿Era enojo el que sentía, de los que se producen cuando las circunstancias hacen perder el control de los hilos de una trama? ¿Era la expresión de esos sueños que se materializan antes de las 24 horas de que abrió los ojos el que dormía? ¿Era simplemente que estaba absorta, y nada más, ante lo que el destino había empezado a dibujar como un manejo a placer de las rutas de los seres? ¿Era cierto que se volverían a juntar, a todo color, los tres personajes del sueño?
Siguió dando vueltas en la sala. Acababa de ser la mujer del Hombre sobre el planeta, pero en sueños… había sido sólo un sueño. Y como en un acto de hechizo estaba próxima a ser la mujer del Hombre sobre el planeta, pero ahora en materialidad absoluta, a menos de que algo tan extraordinario como esto que estaba viviendo sucediera en corto lapso, pero con signos contrarios.
-No puede ser… no puede ser…
Se detuvo de pronto. Alterada, nerviosa, se dirigió hacia la recámara, abrió uno de los cajones, sacó de él unas pantaletas, las de color de rosa con un moñito de seda adelante, que tanto gustaba a su marido; se desprendió de lo puesto; hizo el cambio de prendas; los calzones que traía los aventó a un lado para ponerlos a hervir en la primera oportunidad; ajustó las pantaletas rosas a sus redondas nalgas blancas, también se cambió la bata por una transparente. Regresó a la sala, aspiró profundo, se sirvió una copa de licor para calmarse y se sentó sobre el sofá a esperar a que el reloj hiciera su trabajo.