Carlos Monsiváis
Era una santa, así la considerábamos, y eso mostraba en su conducta. No le tenía miedo a la pobreza y la enfermedad, sufría cuando no sufría. Por eso todos protestamos cuando se le llevó a la cárcel. ¡Era una infamia! Esa mujer era sólo el bien, era llama de amor puro. La policía insistió: ella había envenenado a doce viejitas a quienes obligó a testar en su favor.
Nadie le creyó a la policía. Eran unos miserables, fruto del Estado ateo. Y nos colocamos frente a la comisaría por horas y días, usando las palabras sólo para los rezos sombríos.
El día de la presentación, en el juzgado no cabía un alma terrenal. Entraron el juez en su tradicional silla de ruedas y el fiscal y prorrumpimos en un cántico celebrando a Aquél que nos concedió el don de la palabra. Y los policías introdujeron a la santa, que llegó radiante en su desconcierto. El juicio era aburrido y las acusaciones se acumulaban y ella, la santa, ante las preguntas perversas se limitaba a responder: “¡Loada sea María!”
En la tarde, los policías presentaron su carta de triunfo: el testimonio de Úrsula, la cocinera y ama de llaves de la santa. Entre estremecimientos del temor, aseguró haberla visto preparando las pócimas, y juró que en tres casos por lo menos, la santa amenazó a las viejitas.
En la sala éramos un mar de escalofríos y confusiones. Úrsula se difundió en sollozos y el fiscal pidió interrogar a la santa. Ella se puso de pie. Nunca la vimos tan hermosa y refulgente. Rezó en voz alta y le pidió al Altísimo la absolución de sus enemigos. Ellos le acarreaban dolor y calumnias, pero sus corazones eran transparentes, y allí la envidia era la semilla del Maligno. El rezo se fue extinguiendo entre absoluciones; y la santa, en un gesto de tímida altivez abrió sus manos.
¡Ah, la prodigalidad de los estigmas! Armoniosos, exactos, manaron los torrentes de sangre. La santa le dejó precipitarse cuan manantial, y luego cerró las manos. Al abrirlas un minuto después, no había señal alguna en sus palmas, y en el piso la sangre se había secado y desparecido.
Recorrió con la vista al auditorio y comenzó a cantar, nos hizo sucumbir de dicha, y se produjo de nuevo lo inesperado: el viejo juez se levantó y caminó y aplaudimos y él dio dos vueltas y se sentó emocionado hasta la plegaria en público. En ese momento, Brígida se puso de pie y lloró y confesó su envidia y sus calumnias y su amor, y el juez lloraba y se arrodillaba y todos le pedimos perdón, y de allí salimos, y miles la acompañamos rezando y cantando, y frente a su casa, el obispo y diez curas celebraron misa. Fue la vigilia más feliz de nuestra vida.
Una semana después, hallaron a Brígida en su cuarto, apuñaleada con violencia. El director de banco explicó que la santa había retirado todo su dinero porque quería repartirlo entre los pobres. Y no se supo más de ella.
Y el viejo juez, que corría por los parques, readquirió su dolencia y se asiló de nuevo en la silla de ruedas. Y se le oía murmurar en las tardes “Lo peor de esa mujer no es el asesinato de esas viejas inútiles. Lo peor fue revivir en un agnóstico como yo la esperanza mística. Ella se largó, y yo me quedé aquí, convertido y tan invalido como siempre”.