Mario Pérez Antolín
A flor de piel
En las yemas de los dedos de una mujer ciega,
en las alas vibrantes de una libélula,
en el pecho del condenado a muerte
un segundo antes de ser fusilado,
A flor de piel
En las yemas de los dedos de una mujer ciega,
en las alas vibrantes de una libélula,
en el pecho del condenado a muerte
un segundo antes de ser fusilado,
en el infrarrojo secreto de tu pulso,
en las venas del suicida
cuando se aproxima la cuchilla a la muñeca izquierda,
en el musgo sedante de tu nuca,
en un copo de nieve suspendido aún en el aire,
en la parte más sensible de tu cuerpo,
poso mis labios, y te beso.
Paternidad
Hoy, mientras veo a mi hijo
atrapar lagartijas en el jardín,
te veo verme,
y acuso el golpe que te dio en mis costillas
la calavera hueca.
Soy como eras cuando abrazo a tu nieto
que no sentiste, pero amaste al amarme.
Repito los consejos que me has legado
para que los comprenda el injerto que me hicieras
en el baipás heráldico de tu simiente marchita.
Soy, a través del tiempo, todos los huérfanos
cuando acaricio al vástago que me diste.
Siento el vapor ancestral del padre ausente.
Quiero recomponer tu presencia, ahora,
con los frágiles huesitos que enterré en el estiércol
doméstico de nuestra vida futura.
Terminaré este puzle aunque no tenga la pieza
que te llevaste en tu fuga temprana.
La luz
El color cobrizo
del helecho seco
disputa
al verde amarillento
de las hojas semivivas
el protagonismo azul
que la mañana
difunde en reflejos
tan pálidamente rosas
como la carne
diluida.
Un tono se impone
al resto
sin dejar de ser único:
la negrura
que avanza
desde los fosos
hasta las cavidades.
Importa
la fijeza cromática
que varía
según la inclinación
de la luz:
un llano brillante,
después sombrío,
después oscuro,
y siempre
fatídico
o casi blanco.