Por Jos Hernández
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¿Quién va a leer todos esos libros? Si nadie ha de leerlos, ¿es necesario escribirlos? Es imposible concebir que un ser humano durante su existencia termine de leer todos los libros del mundo. Es más viable pensar que cada humano lee cierto número de títulos, que otro humano lee otra tanda de títulos y que esta suma de humanos lectores, al final, cubra la totalidad y no deje ni un solo libro intacto, muerto, inútil. La producción de libros podría cesar en este momento y a la humanidad le tomaría varios años ponerse al tanto. Después de todo un libro no existe como tal sin la voluntad expresiva o de transmisión de conocimientos de quien lo escribe, y no tiene razón de existir si no hay lector que reciba el mensaje.
Ciento cuarenta y cinco millones doscientos sesenta y cuatro mil ochocientos ochenta nos dice algo, que ya hay muchos, que no es necesario otro. De la lista podemos eliminar el escribir un libro, limitarnos a plantar un árbol ―esos sí que escasean― y tener un hijo ―y, señalan algunos, ni siquiera esto último, con la sobrepoblación y el calentamiento global…
Hay una herramienta usada para erradicar el exceso de libros ―y no me refiero a la hoguera o al reciclaje―, es tan antigua como el hombre mismo y ha acompañado a todas las literaturas de todos los siglos. Así es, hablo del olvido. Gracias al olvido la humanidad ha sabido deshacerse de las obras que considera repetitivas, sin gracia, obras que considera por una razón u otra prescindibles. Por ello no hemos llegado al extremo cortazariano y vemos en librerías de viejo la sección empolvada de un libro por $10 pesos, títulos de los que nadie ha escuchado en su vida. ¿Se habrán imaginado sus autores el destino que les esperaba, qué diferencia hay entre ellos y las zapaterías donde se exhiben en una caja descuidada y aislada los sobrantes, que son siempre los ejemplares más feos? Si yo fuera dueño de una librería a esta zona de cementerio le dedicaría lo siguiente, a manera de epitafio: “Hay libros inmerecidamente olvidados, pero ninguno es inmerecidamente recordado”.
Jos Hernández, admirador de la música de Vivaldi y el cine de Quentin Tarantino. Padece cierta fascinación por los relámpagos, las noches lúgubres, los órganos eclesiásticos y las máquinas de escribir. Sostiene que toda actividad literaria es paralela al sueño y a los juegos infantiles. Su escritura es inconstante, ejercida como una grave contradicción, pues posee los motivos suficientes para escribir como para dejar de hacerlo.