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Vaso vacío. Un cuento de Guillermo Martínez Wilson

 

Intranquilo y con miedo observaba el oscuro local lleno de humo. Unas esferas emitían rayos de luz, girando en el cielorraso. Era casi imposible distinguir los rostros que se iluminaban intermitentemente. Solo un lugar estaba siempre iluminado, parecía la mandíbula abierta de una bestia gigantesca que avanzaba desde la oscuridad, mientras el ruido amenazaba con devorar a todos los parroquianos. Casi en la orilla, arriba del escenario-fauces, una mujer chillonamente vestida, con abanico, se contoneaba lascivamente. Varios admiradores de pie frente a ella, se le acercaban, algunos le daban pequeños toques en las nalgas y en las piernas, la premiaban con billetes, ella los cogía y se los introducía en el sostén aprovechando de mostrarles coquetamente, parte de sus redondos senos.

 

Se notaba la poca habilidad que tenía la cantante con el abanico, pensaba que podía sacarle mejor partido al número; su voz era agradable y maliciosa. Mi amigo llegaba con dos vasos, yo era su invitado, no sé por qué había aceptado venir a un lugar como éste.

 

-Ten este vaso, no lo sueltes ni por nada, si vienen las copetineras -señaló a varias mujeres que se movían entre el público- diles que no tienes ni para hacer cantar un ciego.

 

-Prefiero irme- contesté molesto-, esto me asusta, no estoy acostumbrado -rechacé el vaso con licor-, ¡además no bebo alcohol!

 

– Espérame, en esto no tardo más de un tiempito, voy y vengo, aprovecha las noches de Santiago. Se fue riendo.

 

No pasaron más de dos minutos y ya tenía unas tetas frente a mí.

 

– ¿Me invitas un trago, lindo? La miré ofreciéndole el mío, lo tomó y lo acercó a la nariz, olí en ella una mezcla de perfume intenso, cigarrillos y, en mi desesperación, otros miles de olores nauseabundos que subían del piso, mezclados con petróleo o cera.

 

-Ay, lindo -me dijo, melosa- Yo no tomo Piscola, sé buenito, invítame, a ver…  -Se quedó en actitud de inspirada, pensando, como esperando una respuesta- ¡Un whisky! -dijo e intentó llamar a alguno de los mozos que servían.

 

En el escenario, la cantante forzaba su voz y los admiradores gritaban enloquecidos, “Yo soy esa la de oscuras clavelinas…Que va de esquina y…”. Me recordaba viejas canciones escuchadas en la infancia.

 

-Por favor ¿me dejas mirar? Le dije a la niña tetona y agregué como me indicó Manuel -No tengo ni un peso, ni para que cante un ciego -recuperé mi vaso y señalé -Me lo compró mi amigo Manuel, que ya viene -Me hizo un desprecio y se fue. En ese momento me interesaba más en lo que sucedía sobre el escenario, donde ahora aparecían haces de luz de distintos colores; era como un agregado al espectáculo. Por unos segundos un círculo de luz blanca rodeó a la cantante, que ahora ofrecía otra antigua canción, ¡Bien pagá, me llaman la bien pagá! En los escasos segundos que podía focalizar bien, sin que nadie se cruzara interrumpiendo mi campo de visión, lograba ver sus anchos hombros desnudos y sus gestos recargados de insinuaciones. Se movía con el canto, dejando atrás una pierna para destacar sus glúteos y la corta falda. Los parroquianos eufóricos gritaban, ¡Loca! ¡Lindo! ¡mijita! ¡mijito rico! Era un confuso caos de animales en celo que no dejaban escuchar ni distinguir el verdadero tono de su voz.

 

Preocupado por la tardanza de mi amigo, tomé con cuidado mis muletas y las puse casi pegadas a mis piernas como un arma protectora. El lugar en que estaba sentado era incomodísimo: una mesa baja, que solo dejaba salir y entrar semi sentado. Me recordó los sillones frente a frente de los trenes en que viajaba a Viña del Mar cuando niño. Pero éste era un viaje en la oscuridad, lleno de los más extraños ruidos y cantos, como un descenso hacia un lugar en el infierno. Nunca en mi vida pensé estar en un sitio así. Mi invalidez me obligó a una vida puertas adentro acompañado de mis tíos, que por ser extranjeros nunca se sentían seguros de nada y de nadie.

 

Volví a interesarme en el espectáculo. La alegría histérica era general. Reconocí a un hombre, tal vez por su foto en los periódicos, aunque la visión era mala, debía ser el ministro de educación o alguien muy importante, era sujetado por sus amigos para impedirle subirse al escenario, seguramente estaba bebido y excitado. A mi lado se allegaron dos hombres que discutían, yo no les interesé para nada. Uno que llevaba aros puso su mano llena de anillos en el hombro del otro, como sujetándolo, y le grito enérgico: ¡Ni un plazo más! ¡Hasta mañana a las doce espero! -y siguió- ¿Entendido? O paga el bagallo, entiéndelo bien, o yo cobro como sea, ¿entendido?, ¿entendido? Me tapaban totalmente el escenario. Bueno -le dijo el otro, para que lo soltara-, yo llevo tu mensaje, doy tu recado, ¿qué más? Ultimátum -le contestó el de los anillos.

 

Me miraron, debí tener una expresión poco común ¡Yo soy eeesa la de oscuras clavelinas que van de oreja en…! Ahora llegaba una voz distinta a la canción anterior. Apareció entre el público y las luces, podía ver sus lentejuelas resaltando del traje, les mostraba con coquetería un seno a sus admiradores que bramaban eufóricos. El humo me hacía estornudar, se me humedecían los ojos, enrojecidos de irritación. El tipo del aro en la oreja se sentó sorpresivamente en frente mío, me miró como a un ser que no estaba en sus esquemas, yo lo miré con simpatía. De pronto mi asiento empezó a moverse como en los viajes en tren de la infancia; los trenes fueron mis viajes mágicos de aventuras. Recordé uno cuando conocí el mar y alojamos en casa del rabino K., quien me tomó cariño y, a pesar de que era viejo, se ofrecía para empujar mi silla cuando salíamos a dar una vuelta al parque frente al Casino, el gran culpable de nuestra vuelta sorpresiva a Santiago. Recuerdo a tía Elsa discutiendo acaloradamente con tío Oscar, ya que una noche salió a reunirse con sus amigos checos y polacos, con quienes bebió sus buenas copas y además perdió mucho dinero. Tía Elsa quería al tío Oscar, pero de visita en casa del rabino era una vergüenza comportarse así. El rabino me dijo -Tu tío creía a sus amigos muertos, pero se salvaron cruzando Rumania, pensaba que habían muerto en Treblinka, celebraron el haberse reencontrado.

 

El sujeto me miraba fijo con su cara de hurón y sus aros, sin decir nada. El asiento se agitaba más y más, adquirió el ritmo de una coctelera, se estremecía como si fuera a ser arrancado desde el piso, una cabeza se instaló por encima de mi hombro, me sonrió con sus largas pestañas falsas, podía ver toda la cantidad de crema y afeites en su rostro, me sonreía y hacía gestos con los ojos, de atrás la empujaba alguien que gemía, bufaba y de repente exclamaba: ¡Viva Chile! ¡Viva mi chilito lindo! La cabeza hacía unos movimientos de ojos, como que no tenía nada que ver con quien la empujaba. ¡Eres bonito! -me dijo- ¡Tus grandes ojos azules! -y desapareció en el preciso instante en que llegaba mi amigo con manchas de lápiz labial en la cara.

 

– ¡Está todo listo! -me dijo. Se notaba que había seguido bebiendo- ¡Todo, todo, listo! -se sentó y se frotó las manos, aburrido. No le contesté, la situación me era extraña, no sabía que existieran lugares como ese. Atrás discutían por dinero. Manuel miraba en la dirección de los que discutían, no le dije lo mal que me sentía, él parecía eufórico, pensaría que yo me estaba divirtiendo.

 

-¡Mira! -me indicó una mujer que se había acercado al escenario. La mujer se saludaba con un hombre raro que, a pesar de la iluminación del local, irradiaba como un halo de luz sucia que asustaba, ¿o era de ambos?

 

– ¿La ves bien? -preguntó Manuel. Le hice un gesto afirmativo. Se acercó por encima de la mesa, olía a alcohol -Esa es Dingo, me dijo- Miré de nuevo hacia donde estaban.

 

– Pero no le gusta que la llamen así, solo sus íntimos, le gusta que lo llamen Jacqueline. Aquí están todos los que mandan, ¿oíste? Aquí se deciden muchas cosas… y la Jaky es una mujercita aberrante, ama lo aberrante.

 

La primera vez que había escuchado esa palabra fue en el tiempo en que tía Elsa hizo amistad con una vecina que había muerto de pena por sus hijos perdidos. Ella le regaló un crucifijo de baquelita que se iluminaba en la oscuridad, mi tía lo apreciaba y mi tío Oscar decía esa palabra, que era aberrante en nuestra casa un objeto así, y mi tía contestaba que era un presente, qué presente ni qué presente, decía tío Oscar, pero después se calmaba porque la quería demasiado.

 

– Aberrante, ¿qué quieres decir?

 

– ¡Cosas prohibidas!

 

– No entiendo lo que quieres decir – pero no me escuchaba, igual insistí- ¿Y qué tiene que ver esa mujer extraña? Iba vestida de mujer pero sin peluca, su corte de pelo era militar, las pinturas de la cara y sus gestos violentos atemorizaban. Ahora me miraba, me heló la sangre y urgí a Manuel que debíamos irnos, yo no quería estar más en ese lugar- Vamos -le supliqué-, por favor, estoy cansado.

 

-Pero, falta lo mejor para ti, ¿no me dijiste que nunca habías estado con una mujer, que eras virgen?  -se largó a reír- Nuevecito -dijo- y además éste va a ser un buen negocio.

 

Me vino una visión de toda la clase de monstruosidades que ocurrían cuando la gente se volvía loca en períodos de dictadura.

 

Nunca supimos el destino de mi madre y mi padre en Europa. No tenía ningún recuerdo de ellos. De solo un año, tía Elsa y tío Oscar me recibieron; que yo me salvara, había dicho mi padre. Cruzamos el Atlántico hacia Argentina. Lo que sabía era lo que me contaron. Tío Oscar desconfió de los argentinos. En Buenos Aires había según él, muchos admiradores de los nazis y falangistas, a pesar de existir una gran colonia que se aclimataba bien. Además, contaba el tío, que todos hacían proyectos para irse a los kibutz de una patria nueva. ¡Yo, a sembrar palmeras, nunca!, y se reía. Seguramente miraba mis piernas y pensaba que yo en Israel sería una molestia.

 

Manuel me sacó de mis elucubraciones, diciendo -Esto no va a durar más de una hora, esperemos el llamado del Dingo, ella está organizando todo, ¿Ves ese que viene con el muchacho? -los miré- ese va a ser dentro de poco almirante, adentro me enteré, ¡pura gente importante! ¿Ves? Contactos, el mundo es de quien tiene buenos amigos. Apreté las muletas contra mí, impotente.

 

Que él se salve, decía la tía, fueron las últimas palabras de mi padre, mi hijo será Tzadik Elsa. Pero él no sabía que, a poco de salir de Argentina hacia Chile, con tres años, sería un baldado por el resto de mi vida, lo que provocaba la angustia de mi tía que por mí, no querría morir nunca. Pero éste es un buen país, me decía tío Oscar. Cuando murió en el año setenta y cinco, nos dijo desde su cama de enfermo, a mí y tía Elsa, que también empezaba con sus achaques -No tengan miedo, esto pasará pronto, es solo una limpieza de comunistas y de locos, pero volverá a ser tranquilo, no son fascistas. También decía -El joyero X sabe mucho de este país y tiene grandes contactos, así que podemos estar tranquilos, además tenemos donde ir, y a pesar de sus dolores, bromeaba -Echar unos cuantos árabes al mar y tendremos más puesto.

 

El joyero judío venía a casa por piedras cuando el tío estaba bien y volvía de sus viajes a Bolivia o Brasil comprando gemas: esa era su forma de ganar dinero. Cuando hacía un buen negocio estaba contento unas semanas, no la tía, que siempre discutía por eso, él respondía -Nos compramos la casa, es nuestra, y el local para renta en la calle Portugal será para ti, me decía. La tía se indignaba, le insistía si era seguro lo que había dicho su amigo X, qué si era confiable, pues ella había escuchado de campos de concentración. Sí Elsa, no te asustes, es solo para comunistas, además el rabino W también lo dice, él tiene sus fuentes en Nueva York. Si hubiésemos ido allá, decía tía Elsa.

 

Estás conociendo mundo, aquí está lo bueno, los que mandan, yo, tu amigo, tu arrendatario, te traigo a lugares importantes –Me recalcó Manuel. Nuestra casa estaba en un pasaje que daba a dos calles, Portugal y Lira, a mis casi treinta años eran las únicas calles que medianamente conocía. Era ridículo lo que Manuel me decía. Lo miré espantado de verdad. Nuestra superficial amistad nació por Ana, su hermana, que era una buena mujer, lo único malo es que se embarazaba con sus novios y ahora era madre de dos  pequeños. Vivían en el mismo pasaje, siempre los miré jugar por la ventana, y con Ana intercambiábamos revistas cuando niños. A Manuel solo lo conocí yendo y viniendo del colegio. Desapareció un largo tiempo después del 11 de septiembre, un año extraño ese, desde mi pieza escuchaba los disparos de ametralladoras. Nunca lo olvidé. Por Ana accedí a arrendarle el local vacío. Me convenció de su habilidad para arreglar bicicletas, él le daría vida al local desocupado, y yo sin pensarlo mucho accedí, creyendo que con esa maniobra Ana y sus niños estarían más seguros. ¿Por qué había aceptado salir con él? Sabía que era desordenado y tenía un pasado no muy claro. Estaba en el Ejército cuando terminaron con el gobierno de los comunistas y ahí se quedó hasta que lo despidieron, y apareció de vuelta en el pasaje con mujer y dos niños. Ana me contó que su madre lo echaba por desconsiderado, cansada de las peleas y escándalos que le armaba borracho a su mujer.

 

En ese tiempo Manuel era un mal hermano, lo miraba moverse en el pasaje y veía crecer en él la maldad. ¿Por qué acepté salir de mi casa con este tipo? si la semana anterior Ana vino por la ventana, como cuando éramos niños, a pedirme prestado un dinero para comprar leche a sus hijos. Llorando me contó que Manuel se quedaba cada vez más en casa. En el último tiempo, había empezado a vender algunas cosas, de lo poco que tenían, o le cogía el dinero que guardaba para la comida, o llegaba con gente extraña de los barrios ricos que querían fotografiar a sus niños desnudos.

 

Conocer mundo, la suerte tuya por estar aquí -me dijo, riéndose- ya que solo conocías hasta Marcoleta y Avenida Matta –quiso tomar mi vaso y traté de retenerlo.

 

¡Pero si tú no bebes! ¡Mira ese que está allí! el que le corre mano a la tonta esa -Se acercó con su boca hedionda a alcohol- es ministro pa’que sepas. Se paró y desesperado lo vi marcharse hacia el escenario llevándose mi vaso, pero seguí mirando al ministro, el muchacho llevaba portaligas y el tipo se entretenía en sacárselas, todo en una atmósfera de luces intermitentes.

 

Resignado a cualquier cosa, solo yo era el culpable, mi suerte estaba echada, no tendría ya paz, ni siquiera la que tuvo tía Elsa en sus últimos años. Se quedó dormida dulcemente y se fue con una sonrisa en calma, escuchando una de sus sinfonías preferidas. Una vez me contó de los circos en Berlín cuando niña, y esa sinfonía de Mahler que en especial le recordaba esa época bella, o cuando visitaban a sus primas, mi madre entre ellas, cerca del Moldava en Bohemia. Si conocieras Praga, me había dicho un tiempo antes de agravarse  su enfermedad. Si conocieras esas calles empedradas de adoquines y los cafés. Con sus relatos viajaba en mi imaginación recorriendo los hermosos puentes,  mirando embelesado las redondas cúpulas de cobre verdecido de las infinitas iglesias y palacios, imaginaba que me acercaba a los cafés y miraba a través de los cristales biselados escenas donde los músicos tocaban suavemente, como en cámara lenta, sus violines y chelos rojo-oscuro y un pianista, como un personaje elegante que registra un ataúd, a quien las bellas damas extasiadas escuchaban a través de la ventana, como esperando el amor. Recordé sus últimas palabras, me había dicho, ¿me perdonas?, ¿lo harás? ¿Qué, tía?, ¿de qué puedo perdonarla si yo la he querido siempre? Recuerdo que lloré, acerqué mi silla a su cama, le tomé la mano y le dije: Tía, usted es lo bueno que siempre he tenido, no imagino la vida sin usted. Después que Oscar se fue, me dijo, lo decidí, ya está bueno de sufrir, mejor decirlo de una vez: Que el Mesías era el Nazareno. No entendí.

 

Un griterío recorrió el local, la agitación colectiva se apoderó de todos. Con las luces encendidas se transformó en un lugar distinto, las niñas se apreciaban en toda su ridiculez, no eran más que un grupo humano en esperpénticos trajes de colores chillones, llenos de brillos. La mayoría de los clientes acomodaban sus ropas con cara de preocupados, perplejos con los gritos y órdenes que se escuchaban. Unas mujeres se pararon a mi lado aterrorizadas, temblando una le decía a la otra -Justo que venían los ratis a pasarlo bien y aparece un fiambre en el pasillo. ¿Quién era?, una de ellas contestó: Pobre… lo encontraron con la lengua afuera, morada y con los ojos abiertos. Otra mujer se acercó y preguntó histérica: ¿Nadie lo vio? ¡Nadie! ¿Y ahora cómo salimos de este problema? Sé buenita, vamos por el patio y saltemos, tengo que salir de aquí. Estay huevona, tonta, ¡con estos tacos! A pata pelá no más. La última, era un chico rubio de mejor aspecto, estaba horrorizado, gemía y lloraba mirando a los que entraban. Una dijo -¡Por qué no nos avisó esta yegua de la Jacqueline! ¡Ella tiene que arreglar esto! El joven se corrió llorando histérico, dos de las mujeres desaparecieron en otra dirección. El joven con una peluca negra en la mano, preguntaba dónde se podía esconder -No puedo ser detenida- y más lloraba. El que estaba casi a mi lado, le contestó: Asúmete pos culiao, adentro lo vai a pasar bien, te van a hacer tira. Y para recargar su maldad, en su sucio lenguaje le dijo, tomándole la barbilla, y lo dijo alto para que escucharan las otras -Los gendarmes te van a rifar a buen precio. El chico se sentó frente a mí, llorando destruido. Una de ellas se recostó apoyada en sus codos sobre él, le tocaba la cabeza suavemente, y le dijo -Atrévete a llamar a tu casa- No puedo, respondió, llorando desconsolado. El rímel le corría por la cara como un payaso triste, no puedo, mi papá es… El que lo estaba consolando se fijó en mis muletas. ¿Y tú, soi cojo? No le contesté. Aquí cagamos todos. ¿Pero tú, no estabas con el muerto, el que estiró la pata? Y volvió a la carga -Tú, sí tú, el que estaba contigo murió allá afuera hinchado como un sapo con la lengua afuera.

 

El joven frente a mí dejó de gemir y me miró. Un policía de civil obligó a los que quedaban a ponerse en fila de espalda contra el escenario, la mayoría de los clientes habían desaparecido. Solo se iban formando los mozos y las mujeres. Otro detective, después de insultarme para que fuera a la fila se fijó en mi impedimento y esperó con calma, incluso me ayudó para que pudiera apoyar bien las muletas.

 

¿Tienes carné? -dijo en otro tono, como arrepentido de ser duro.

 

Sí -le contesté. Los de la fila estaban en silencio, dos detectives se paseaban frente a ellos anotando nombres. Sorpresivamente entró un militar sin gorra; era la mujer que había planeado el trato con Manuel, ahora cadáver, por mi virginidad. Era enérgico y hablaba con autoridad, venía acompañado de un hombre de civil que debía ser un jefe o prefecto. El uniformado lo recriminó -¡No sé para qué ese conchesumadre llamó a Homicidios! Media cagá, ¿Para qué traer huevones aquí?

 

-Discúlpeme, entienda, es un chico nuevo que trabaja conmigo, se asustó, no me di cuenta. Será -contestó el milico- y seguro que en este país culiao legalista, viene el Juez a hueviar.

 

-Sí, pero no se preocupe, viene un suplente del cuarto juzgado, lo conozco, se dirá que murió de un ataque en un evento de modas, algo así y chao; no pasa más allá.

 

– Es una cagadita grande – le afirmó el militar-, estaba aquí de pasada hasta que… Algo pasaba en la fila, porque un detective insultaba a una de las mujeres que llevaba un traje rojo fuego con vuelos negros, pero ésta no se callaba, y decía a toda boca

 

-¡Mira cómo me trata! ¡Hasta gratis, conchetumadre! ¡Tira culiao! Las otras trataban de calmarla.

 

En medio del escándalo y la confusión, entró un viejillo minúsculo y flaco, debía ser el juez suplente acompañado de su ayudante. Parece que había tenido que levantarse en mitad de la noche porque se había puesto la corbata sobre el pijama. Miraron rápido la escena y volvieron hacia la salida. El detective que me había ayudado se acercó a mí, tenía la cara de un hombre bueno dentro de ese ambiente cargado de sordidez y desolación. Lo miré resignado.

 

¿Cómo te llamas?, no, primero, ¿cómo lo conociste? -y empezó a escribir. Yo contestaba todo lo que sabía de Manuel.

 

-¡Así que es tu primera salida! ¡A un burdel como éste!- sonriendo ¿Él te invitó? Sí, yo casi no salgo

-Le indiqué mis piernas. Detuvo el interrogatorio; volvía el juez con su ayudante. Le dijo al jefe de los detectives -Ya está todo listo, ya les ordené que lo levanten, aunque por mi experiencia en estos casos -tomó con su mano seca el brazo del detective-, me da la impresión que el síntoma de la lengua morada es casi siempre… Se dio cuenta que estaba frente a mí, me miró con mis muletas por delante y continuó en un tono más bajo -Es veneno, pero bueno, cuando se rompe una aorta también se pone morado el cuerpo. ¿Y este joven? Le explicaron que era un cliente, que había permanecido siempre sentado mirando el evento de “Modas”. El juez me recordó a uno de los señores que nos visitaron por el año setenta y dos o durante el verano del setenta y tres, que vinieron a hablar con mis tíos por lo grave que era la situación política y el horrible desabastecimiento en la ciudad. Organizaban la resistencia. Nosotros los vascos, recuerdo que decía uno, con el mismo tono de voz que este juez, hemos hecho este país que ahora va en la pendiente del comunismo. ¡No lo podemos tolerar! ¿Usted es alemán? le preguntó a mi tío. Sí, le contestó, pero no lo dijo muy afirmativamente. Otro le preguntó a boca de jarro, ¿judío-alemán? Sí, contestó mi tía. Bueno, dijo el señor, Marx y Trotsky se compensan con Einstein, mucho gusto y se fueron. Claro que antes ofrecieron sus buenos oficios para conseguirnos alimento, le dieron unos números de teléfono a mi tío para azúcar, e incluso para carne. Cuando se fueron, el tío Oscar comentó bromeando -Estos creen que comemos cualquier carne, si no es de un animal muerto por un shojet, nada, no como nada, y se reía.

 

El detective se quedó junto a mí mientras el magistrado revisaba la fila acompañado de su ayudante. Me alegré de comprobar que existían ángeles de la guarda, como decía Ana. Al primero que el Juez se acercó en la fila, fue a un chico gordo con cara risible que llevaba corbata de humita. Lo increpó -¡Te conozco!

 

-Sí señoría, pero ahora trabajo honradamente de garzón como usted me ve, ¿verdad, chiquillas? Pidió confirmación a sus compañeras de fila.

 

-Cuidadito con andar en malos pasos. Los detectives se rieron y yo no pude ocultar una sonrisa. Después se detuvo frente a las mujeres, las más pintadas y chillonas.

 

Y ustedes, por qué están aquí? Una bien coqueta, le contestó -¡Porque semos Artistas- ¿Cómo que semos?! ¡Somos!

 

-Ay, yo no sabía que usted también era…

 

-¿Qué has dicho? ¡No te escuché! -La mujer se asustó. Un detective se acercó a explicarle con un gran vozarrón que las damas eran artistas de pasarela. El juez se sacó los lentes y, limpiándolos con su pañuelo, se volvió hacia mí y preguntó -¿Y este joven también trabaja aquí?

 

-No Usía, vive cerca, yo me encargo de llevarlo.

 

-Sí, porque con el frío que hace debiera estar en su casa. Hasta luego -dijo- no son horas estas, y se fue.

 

Se produjo un gran relajo. El detective me dijo, vamos, yo te llevo. Me paré ayudado por él y empezamos a salir. Una de las mujeres se despidió de mí con la mano extendida y dijo fuerte -Si me dieras tus ojos sería la reina de Chile. Mi tía había observado que en Chile tener los ojos azules era un patrimonio comerciable. Estos pueblos tienen complejos, aseguraba. Ella tenía los ojos profundos y negros.

 

Llegamos rápido a mi casa, se ofreció a acompañarme hasta la puerta. Me ayudó a entrar. ¿Dónde vivía el que murió? Por la vuelta -le indiqué hacia dónde y deduje el número de la casa; aunque la verdad no lo sabía. Mi casa era esquina dentro de un pasaje, que formaba una especie de cruz.

 

Ya adentro, me acompañó hasta el comedor y al verla, se fue directo a la vieja radio del tío Oscar. La alabó como una pieza única de colección, y leyó: “R. Dausch. Y Köl…”. No se entiende la marca -dijo. Le expliqué que era alemana y que me la dejó mi tío, anduvo con ella desde la juventud, de Alemania a Argentina y después acá.

 

– ¿Murió tu tío?

 

– Sí, hace unos años.

 

– ¿Y ahora con quién vives? ¿Solo?

 

– Sí, antes tenía una empleada que estuvo años con nosotros, ella no quería irse de mi lado, era una buena mujer, atenta y silenciosa, estuvo conmigo hasta… -me quedé memorizando- Hace ya casi tres años que se la llevaron sus hijos, en realidad ya era un problema.

 

– ¿Quién, la empleada?

 

No, ella no, los hijos. Después que falleció mi tía empezaron a venir más y más seguido, y cada vez desaparecía algo, primero en esta mesa, que se adornaba con un frutero que sostenía unos querubines de Sèvres, ¡una fina pieza!, mi tío era un hombre que sabía de arte, y así muchas cosas más desaparecían. Cuando le preguntaba a Otilia, así se llamaba nuestra empleada, avergonzada me decía que se había quedado la puerta abierta y alguien pudo entrar y llevárselas, hasta que ella decidió apurar su ida y evitar que me desmantelaran. Pero, tú podías llamar a investigaciones -nos reímos.

 

– ¿Puedo fumar? -me preguntó.

 

– Sí, por favor, en este termo hay agua caliente, si quieres te preparas un té, lo dejé lleno antes de salir para ese local de los infiernos.

 

– No, gracias, ¿tú no fumas?

 

– No… a ti parece que no te gusta este trabajo que tienes, ¿verdad?

 

– ¿Se me nota? Es horrible la inmundicia humana, la sordidez total en estos tiempos, no se la doy a nadie, de verdad no me gusta… -y dudó un poco para volver a decirme- Me gusta el campo, una parcela, cultivar verduras, por último, criar gallinas, más limpio. Cuando ingresé a la Escuela de Investigaciones tenía ideales, ilusiones, ahora ya no quiero seguir. Se levantó, se acercó al librero y tomó un grueso volumen, finamente empastado, y leyó en voz alta- “Las Mil y una Noches”. Fue un regalo de mi tío, lo compró para mí en uno de sus viajes, siempre ha ocupado un lugar especial junto a la Menorá de siete brazos. El joven detective lo ojeaba con calma, lo cerró con cuidado y trató de darle la ubicación exacta que antes tenía.

 

Debo irme -agregó- seguro deberé volver, las rutinarias indagaciones sobre el muerto. Ese es mi trabajo, para eso es la Brigada de Homicidios.

 

¿Mañana? -le pregunté -No, ahora hay que esperar el informe del forense, el Instituto Médico Legal se toma en este caso un mes o más, no hay apuro, alguien le vendrá a notificar por el retiro del cadáver, aunque el muerto, tu arrendatario, parece que no tenía muy buenos antecedentes, y eso que hay un período en blanco, cuando estuvo en el ejército, porque la dueña del local dio a entender que en una época trabajó con él o ella… es un mundo de mierda. Lo mejor es que no te preocupes, yo resolveré el caso.

 

Llévalo! -le dije.

 

¿Qué cosa? -me miró sorprendido.

 

El libro, los cuentos árabes, te lo regalo -me miró más sorprendido y trató de excusarse. Yo quiero que lo tengas como un presente. ¿Tú lo ves como un soborno? -le pregunté riéndome, y se rió también. Es que… no es correcto, es el principio de, cómo te dijera… No digas nada, he decidido que debo irme hacia… no sé, probablemente Israel, o quizás, tengo unos primos en Nueva York, ya está claro para mí qué debo hacer y viajaré sin nada. Es por eso, tómalo como un presente, un regalo, y la próxima semana dispón de la radio.

 

¿De verdad? Por lo menos sé que, aunque nos conocemos recién y en circunstancias extrañas, en medio de un crimen, tú has sido gentil, eres gentil, pueda ser que encuentres otro trabajo, ¿y tienes hijos?

 

– Sí, dos pequeños, una niña de cinco años y un chiquito de dos. ¿Ves?, el libro será un buen regalo para tus hijos cuando lean.

 

-Pero, esta radio y el libro son muy valiosos.

 

Por lo mismo, tú los cuidarás -asombrado, se quedó en silencio. Me cansaba estar de pie apoyado en mis muletas -¡Toma el libro!, te acompaño a la puerta.

 

Volvíamos con Ana y los niños, todos contentos por el paseo. El taxista que nos trajo a casa, mientras me ayudaba a bajar, trataba de calmar a los niños de Ana, quien se distrajo conversando con una vecina del pasaje.

 

No corran aquí que pueden votar al papá -les dijo el chofer a los niños. Me miraron y rieron asombrados. Le cancelé y entramos al pasaje.

 

¡Qué lindo! -decía la vecina- ¡Qué lindo! Dios los guarde.

 

¿Por qué tantas alabanzas de la señora esa? -le pregunté.

 

– Ay, no pude contenerme, pero es de mi entera confianza.

 

¿Qué le contaste? – Lo de tu regalo, de la casa… hice mal… disculpa, pero es tan… tan, cómo lo dijera, lindo, más que eso.

 

Otra vecina salió a informarnos que unas personas habían estado buscándome. Y a usted también -le dijeron a Ana-, parece que eran detectives, no dijeron por qué.

 

¿Cómo eran? -Le pedí que tratara de describirlos. No dijo nada coherente, le dimos las gracias. Ana se fue a prepararles almuerzo a sus hijos y ofreció traerme algo. No es necesario, no, gracias, tengo algo de comer, nos vemos a la tarde, esos documentos ya sabes, en un lugar bien seguro.

 

La vecina se allegó conmigo hasta la puerta por si se me ofrecía algo. No, muchas gracias, le dije. Cualquier cosa usted sabe, me lo pide, yo con el mayor gusto. Le agradecí nuevamente y entré en mi casa casi vacía; la semana anterior había regalado la mayoría de los muebles. Ana escogió los mejores con antelación. Cerrando mi cuarto y aislando la cocina y el comedor del resto, dejé entrar a los vecinos. Con Ana debimos luchar después con la avalancha de gente del pasaje, que se llevaban todo lo que podían e incluso se insultaban por cosas que alguno había elegido primero. Después del caos, Ana me contó que era igual que una película que ella había visto en el cine, Zorba el Griego.

 

– ¿Sabes? Yo he ido solo una vez al cine -le dije-, fui con mis tíos a ver La familia Trapp, o no sé bien cómo se llamaba, era de una familia que cantaba y cantaba en Alemania o Austria.

 

Después de almorzar me entretuve  abriendo la tapa de la vieja radio de mi tío, los pequeños tornillos cedieron fácil, me quedé observando sus tubos gigantes como bombillas negras y el polvo acumulado por los años. Era desproporcionada la pequeña plataforma con los tubos; un pequeño tripal interior con una enorme caja ovalada y un papel casi despegado e incoloro por los años, que mostraba el circuito y las instrucciones. Con cuidado retiré el pequeño frasco de tapa colorada. Me quedé con él en la mano, en un largo silencio. El mundo por mí conocido giraba y giraba, y era más bien triste, no sentía que tuviera un lugar; baldado, solo, con una historia de familia llena de días negros, en un país del que apenas conocía unas calles, pero donde podía presentir que afuera estaba habitado de una extraña crueldad. Recordé que durante la primavera del setenta y tres, el tío nos reunió una noche durante el toque de queda. Se escuchaban los helicópteros cruzar la ciudad y disparos aislados. Ya estábamos acostumbrados a sentir carreras y gritos de mujeres que defendían a sus maridos porque se los llevaban en medio de la noche. Recuerdo con mucho detalle cómo fue la explicación del tío sobre este extraño frasco. Su historia nacía en Alemania durante los años treinta. Otto Langer, un gran amigo de mi tío, químico y merciólogo, le fabricó esas pastillas tan letales y le advirtió que después de tomarse una no pasarían más de diez segundos y adiós, se acabó este mundo. Mi tío se reía, todo lo contaba en alemán, y la tía, recuerdo, lo miraba con pena. Yo la veía a ella, su pelo empezaba a ser casi todo blanco. Tía Elsa era morena, bien morena, su cabello debió ser crespo y rizado cuando joven. Recuerdo que dijo -Dios no quiso que tuviera hijos, mejor… Me miró como disculpándose. El tío seguía con su explicación sobre la pastillita. Debes, me indicó muy serio, llevarla siempre, por eso son buenos estos bolsillitos en la pretina del pantalón, ahí es su lugar. Hijo -me puso la mano en el hombro- nunca permitas que te flagelen ni humillen como a bestia, no cometes pecado al no permitírselos, hay situaciones en la vida en que es mejor morir. Nos repartió una a cada uno, yo la puse en el bolsillo indicado. Voy por agua para lavarte las manos, dijo el tío. Tía Elsa se quedó en silencio mirando la pastilla blanca frente a ella, absorta en sus recuerdos. Quizás venían de la huida de España, sus antepasados vivieron por años en Turquía, después en Esmirna, y ya niña llegó a vivir a Bohemia, se casó con un judío alemán, mi tío Oscar, y vuelta a huir. Y ahora el tío le provocaba dudas sobre el país donde estábamos parados. Un  día le pregunté por qué era tan morena y el tío tan rubio. Los judíos no somos tan claros, me dijo. A un rey de Europa le gustó tanto el judaísmo que hizo a todos sus súbditos judíos, por eso son blancos. El tío se indignaba con esa explicación, siempre alegaba, después le decía a tía Elsa -Mi pequeña yemenita- y ahí se enojaba la tía.

 

Golpes en la puerta. Guardé el frasco en mi bolsillo, acomodé la radio y fui a ver. ¿Quién es? Pregunté, molesto por la interrupción. Eran no más de las tres de la tarde, pero ya que estaba decidido podía no haber contestado. Los golpes volvieron fuertemente la segunda vez. Reconocí la voz del detective, casi amigo, por eso contesté y olvidé la idea. Abrí, lo saludé con más ánimo, adelante, pasa. Caminó delante de mí un poco asombrado por lo vacío de la casa, me esperaba a tramos, como esperando que le informara algo. Le indiqué la única silla, además de la mía con ruedas. Ya en el comedor, me miraba sin preguntar, esperando una explicación por la ausencia de muebles y la casa casi vacía. Hablamos un poco de vaguedades y, sorpresivamente, me dijo -Sobre tu arrendatario tengo esto- tomó unos papeles que traía y empezó a escarbar. Es el informe, ¡Veneno! Murió envenenado con una potente dosis de cianuro, ¿sabes tú algo? Dudé y le devolví la pregunta -¿Sobre qué?

 

Desgraciadamente, yo soy investigador y tu acompañante murió envenenado, el juez se ve obligado a ordenar algunas indagaciones, aunque, por lo insólito del lugar donde murió, no se hace muchas esperanzas, pero ordenó ésta y otras indagatorias. Es normal que se realicen, ¿verdad? Es parte de las formalidades, alguien puede exigir una atenta investigación, saber qué ocurrió, pero ya sabrás que los tribunales están llenos de solicitudes de personas desaparecidas. En este caso está el cuerpo, y una de las diligencias pedidas es informar al tribunal detalles de las personas que estaban en el local donde murió, ahí es tiempo perdido; otra, es donde su hermana, para conocer cuál es su interés en este caso y si sabe de la mujer con quien vivió el difunto… no tiene registro de matrimonio.

 

No creo, fue hace tiempo que vivió con él aquí, con sus dos niños, hoy tendrían como diez años, algo así, aún estaba viva la madre de Ana.

 

¿Y qué hiciste con tus cosas? Las puse en venta, me deshice de todo, bueno, casi todo; te guardé la radio, lo prometido se cumple y además el libro. Que bello recuerdo, gracias.

 

¿Y tienes pasaporte? Sí, todo preparado.

 

¿A dónde piensas viajar? ¿Lo decidiste? ¿No era mejor para ti quedarte, digo… un diablo conocido que un diablo por conocer?

 

A Nueva York, tengo aún unos parientes, mira esta tarjeta que me enviaron -saqué del sobre la tarjeta y se la mostré. La miró y comentó -Las torres gemelas, qué lindas son, Nueva York es una ciudad impresionante, de esos edificios los hombres deben verse como hormiguitas, pero, ¿cómo te vas a financiar? ¿Tienes medios? ¿Te ayudarán tus parientes? Solo a ubicarme, en la carta me explican que hay excelentes residencias para gente como yo, y cuento con una renta en un banco de allá, mi tío recibió la devolución de unas propiedades expropiadas durante la guerra, el dinero está a mi nombre en Nueva York.

 

Sabes, tengo que ir donde la hermana del muerto, Ana, ¿verdad? Sí, es su única familia, ¿Qué le vas a decir? En la entrevista anterior no demostró mucha preocupación por su hermano, más estaba preocupada por ti, que no te afectara, además una muerte tan oscura, él era un personaje sórdido, siniestro, murió en un lugar que era su propio ambiente, la pena es que te involucró llevándote ahí…Bueno, igual te pregunto algo -tomó un librillo y un lápiz -¿Recuerdas la hora que llegaron al local? ¿Lo viste discutir con alguien en la entrada o durante las horas en que estuviste sentado durante el show? Le expliqué que Manuel estuvo un tiempo largo con la mujer que después era el hombre de uniforme. Espera, espera… lo anoto: probable discusión -dijo todo en voz alta- con el dueño o regente -me miró-, imposible investigar. Ahí se para todo, ni el juez puede avanzar más allá, yo creo que esto va a quedar tal cual. ¿Los chicos del local, cantantes y mozos, no tuvieron nada que ver con él? -No, creo que no.

 

¿Nadie habló con él? -Le describí un poco la conversación con el extraño hombre del aro.

 

No -me dijo- por ahí no vamos a ninguna parte, los únicos, para mí, que estuvieron en contacto con él, son… tú, descartado, ¿no andas con veneno en los bolsillos convidándolo como tragos, verdad? -Nos reímos- y la Jacqueline… mejor no digamos nada, el tal Manuel trabajó con él en los aparatos de represión durante varios años, los dos se sabían cosas. El escorpión más grande aguijoneó al más chico, ¿no crees?

 

 

Guillermo Martínez Wilson nació en El Barrio La Chimba, Santiago de Chile en 1946. Estudió en la Escuela de Bellas Artes Aplicadas de la Universidad de Chile, Facultad de Arquitectura. También cursó estudios en la Escuela de Grabadores Forun Grafik en Malmo, Suecia. Fue Director de la Sociedad de Escritores de Chile y colaborador en diversos medios periodísticos cómo: Diario Atacama, Diario Chañarcillo y Página virtual AtacamaViva. Ha publicado El juicio final y otros cuentos en 2006, Entre pata de cabra y cantina y Los Caballeros de La Sirena Negra en 2011, El Traductor en 2016 y Josefov en 2019.

Actualmente el artista trabaja en su nuevo libro de cuentos, del que ésta muestra de anticipo forma parte. Además, paralelamente desarrolla su obra como destacado grabador, en la que observa, recupera y exalta, con profunda y certera mirada poética, escenas en luz y sombra de hechos, oficios e imaginarios atávicos de nuestro continente.

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