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Diario de la Merced

Armando González Torres

 

Miércoles

Por la tarde, tras exhaustivas caminatas sin rumbo, llegué al bar, con la mínima catarsis del cansancio encima; con el cuerpo tenso que, después de tanto esfuerzo, reclamaba mujer. Vi el gato que saltaba de una mesa a otra para devorar piltrafas: se es un privilegiado viviendo entre tantas mujeres, pequeño garañón de sexo eléctrico. Puse monedas en la sinfonola y pedí canciones de moda que, al parecer, no eran del gusto de los parroquianos, pero llamaron la atención de las muchachas.

Entró aquella que llaman “Lety la tapatía”, “Ven mi amor” le espeté discretamente para romper el hielo y le acerqué la silla. Luego bebimos largamente de un ron carato, que nos hizo sentir profunda simpatía del uno hacia el otro, gusto por las cosas sencillas, piedad por el sufrimiento de los animales y de los seres sin uso de razón.

Jueves

En la mañana fui a la iglesia de Manzanares y encontré un dipsómano. Parecía nervioso, me llamó y, tras un largo preámbulo, me confesó que tenía un vicio: las mujeres. Me pidió una moneda. Era un miserable borracho con muletas. Lo comprendí inmediatamente y le di lo que pedía. Sólo los cínicos o los desesperados buscan prostitutas de día, charlan con ellas, cuentan, como si la mayor cosa, chistes obscenos, fingen una gran amistad, una familiaridad de años.

Entre artefactos viejos encontré una botella polvosa de vodka. Tomé un gran trago, casi vomito con el asqueroso sabor rancio de aquello que parecía alcohol. Con argollas de latas de cerveza me corté los dedos, las diminutas venas que corren por sus yemas. Las heridas incomodan; pero sólo es un juego limar la carne con el metal que la hiende,

Por la tarde quise distraerme: en la feria, instalada en una pequeña y sucia plazuela del cuadrante, anunciaban al toro de cinco patas, al lagarto con cuernos, al conejo feroz, al pato con cuatro alas. “El toro de cinco patas: mírelo correr”. Los animales eran paupérrimos, deformes. Olía mal. Ay, mi añejo temor a los parásitos. El toro de cinco patas era una vaca vieja con un callo podrido a la altura de la corva. Había gallos que se sostenían en un solo pie, una perra, pequeña y flaca, con una pata cortada a la mitad; conejos piojosos; parecía que morirían de un momento a otro.

Había juegos de habilidad y juegos de azar, fraudes de otra época, En el castillo del terror leí dos advertencias, “No apto para cardiacos”, “No se devuelven las entradas” y, en la casa de los espejos, me vi enano, rechoncho, alto y más flaco, más guapo sin duda. Qué inmensamente triste el color agridulce de la casa, el correr de las monedas en las manos descarapeladas, de los mercaderes. Había algunas mujeres hermosas, adolescentes desgarbadas, reyes negros embetunados, viejas familias llenas de confeti, raterillos de corazón infame, juegos de dados y el tarot y la lotería. Una pareja de videntes me llamó para leerme la suerte: “No”, alcancé a decirles.

Viernes

Por la mañana, muy temprano, volví a leer, todo el tiempo con lágrimas en los ojos, a Handful of Dust. Tardé horas en cambiar un cheque. Luego comí en un restaurante lujoso, pedí dos botellas de vino para celebrar mi repentina y transitoria riqueza. Fui a aquella zona del cuadrante que apenas conocía, pues me dijeron que ahí encontraría mujeres relativamente sanas y baratas. Me acostumbré con rapidez al olor dulzón de la fruta podrida. Vi puertas, canceles, negocios de revistas usadas, tiendas de aves, retratos deslavados de cantantes mexicanas. Vi una casa carcomida, en donde había un letrero: “Se rentan cuartos para señores solos”. Pensé en la explosiva combinación de soledad y miseria y me pareció que un lugar como ese era la antesala del fin del mundo que yo había conocido.

Caminé por lo que podría llamarse la ciudad de las putas; el sitio más acogedor del inmenso lupanar era un pequeño parque, próximo a la iglesia de la Soledad, en el que había columnas rústicas de piedra para sentarse. Las muchachas danzaban frente a uno, lo tocaban, emitían sus cantos aztecas, su coquetería lastimera. Las vi a todas: ninguna me gustaba, pensé en ir a otro lugar o terminar de emborracharme, cuando una de ellas se sentó conmigo e inició la plática. Era una Lolita vaciladora, de risa y gracejo fácil que, al poco tiempo, me pidió jugar a los enamorados. Acepté por una verdadera nostalgia adolescente, acaso porque deseaba perder el apetito. Comenzamos: ella ponía cara de Julieta y esperaba mi declaración para contestas con una agudeza. Improvisamos así, ante una concurrencia de mirones que se congregaron, episodios de escarceos y liviandades; escenas subidas de tono que las otras prostitutas celebraban; una fina esgrima verbal en la que se mezclaban interjecciones y señas, mímica y neologismos. Al parecer, es espectáculo, con su improvisada mezcla de ingenio y obscenidad, resultó convincente. Todos reímos mucho, el auditorio casual aplaudió con calidez y las prostitutas al final, agradecieron públicamente mi participación en el juego. Yo también estaba contento: había desplegado sin dificultad facultades largamente ignoradas para la comedia; había cultivado relaciones agradables a partir de un paseo baladí, y había aprendido lo sencillo que era reír con la risa grácil de las bestias felices. Ese buen rato sería suficiente, por ese día, para no matarme; para regresar a casa y pasar la tarde, bebiendo una copa, mordiendo una galleta.

 

[Número 69 – Literatura de la Ciudad de México]

 

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