Desde la hamaca

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Desde la hamaca 

(Columna)

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Por Mercedes Alvarado

 

Para Clara, luminosa siempre, que ya no cumple años.

 

Eliseo Alberto tenía 42 años de edad y cinco viviendo el exilio en México cuando publicó la novela La eternidad por fin comienza un lunes, título que toma de un verso de su padre y a partir del cual construye un universo de personajes inauditos tanto en su condición física como en sus saberes y formas de leer el mundo.

Asdrúbal el mago está borracho, esperando junto al lago con un poeta fugitivo mientras su mujer da a luz a un niño. Escucha el llanto de su hijo y vuelve; trastabilla, se golpea con los muebles y avanza -la borrachera se le ha bajado en un momento- para llorar en su alegría ‘por los pobres locos que nadie escucha, por los pobres tontos que nadie entiende, por los pobres mendigos que nadie asiste, por los pobres vagabundos que nadie acoge…’ Llora y sigue, ‘por los hombres y mujeres que vagan por las ciudades sin un número de teléfono al que llamar, una puerta a la que tocar, sin una esperanza a la que apelar; por los recién casados que la noche de bodas se quieren tanto que no pueden hacer el amor, por los que cada lunes compran billetes de lotería y cada domingo descubren que el número ganador ha sido otro […] por los que jamás han dudado al dar un paso, por los que jamás han padecido el tormento de los celos, por los que jamás han dicho lo que piensan, por los que jamás se han atrevido a llorar en público […] y, aunque mucho lloró las lágrimas le alcanzaron para llorar también por él.

El fragmento, magnífico, concluye en la pregunta que le hace el poeta: ‘¿Qué le pasa, maestro?’, y la respuesta tajante del mago: ‘Que he dejado de ser hijo’.

Cómo no detenerse ante la colección de sinsentidos que llevan a Asdrúbal a ese llanto que, aun cuando termina, resuena y es río largo, larguísimo.

Y me ha dado por pensar en cuánto habrán llorado las madres y las abuelas frente a los cuerpos de los que llegan. Y en cuánto hemos llorado nosotros, hijos y nietos, cuando hemos asistido a la despedida de quienes nos recibieron. Es esta otra manera de dejar de ser hijas, hijos.

Hay quienes heredan propiedades, bibliotecas, joyas o trajes; otros nos dejan historias, complicidades, versos que nombran novelas, o formas de caminar en el mundo.

Larga vida a estos últimos porque sin ellos, sin ellas, la vida y la muerte carecerían de sustancia y ritmo.

 

 

 

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