Enrique González Rojo Arthur
Casi recién nacido
—cuando paladeé, en pequeños sorbos de aire
el sabor a vida del oxígeno—,
me di a destruir con toda mi alma
y a tarascadas de corazón
cuanto se hallaba al alcance de mis manos.
Casi recién nacido.
Mi delirio era romper
—«hacer trizas», dicen con tono de confesión
Enrique González Rojo Arthur
Casi recién nacido
—cuando paladeé, en pequeños sorbos de aire
el sabor a vida del oxígeno—,
me di a destruir con toda mi alma
y a tarascadas de corazón
cuanto se hallaba al alcance de mis manos.
Casi recién nacido.
Mi delirio era romper
—«hacer trizas», dicen con tono de confesión
mis bajos instintos—
todo lo susceptible de ser desgarrado, disminuido,
convertido en reguero de minucias,
lo mismo los osos falsarios con pestañas de tinta
y corazón de peluche,
que los trástulos para los dioses niños,
juguetes que jugaban a ser indestructibles.
Mi delirio era romper,
encarrilar las cosas a la nada,
todo lo susceptible de ser desgarrado,
disminuido.
Desde niño, deleite
mayúsculo de mis dedos
era romper el rifle de cada uno
de mis soldados de plomo
(los intuía copia en miniatura
de los guardias del orden, y enemigos
de toda libertad que, en eterna claustrofobia,
no desea más cárcel
que la cárcel azul de la intemperie);
machacar con un mazo los relojes
(en vecindad ruinosa con el pulso)
para que el tiempo
—el hoy en que vivimos—
saliera de la máquina destruida
junto con los resortes, ruedecillas
y tornillos;
dar navajazos al trompo y a los círculos concéntricos
que se le enredan en el cuerpo
como invisible traje
de bailarina;
destrozar, en fin, cualquier objeto
orgullosamente ensimismado en su unidad
hasta volverlo
rompecabezas de añicos,
galerías de polvo.
Lo que más me repugnaba de las cosas
plenas, repletas de sí,
que hacen votos de identidad,
es la sensiblera actitud del todo
de cuidar a sus partes, como la gallina
cuida a sus polluelos.
Lo que más me repugnaba de las cosas.
Y cuando, como si no hubiera
accidentes en el mundo,
algo paseaba frente a mí
desfachatadamente, con cara de orden natural
e ínfulas de cosa indestructible,
improvisaba un puntapié,
transformaba a cualquier piedra del camino
en paloma mensajera de mi furia
o le daba rienda suelta a mis dos puños
para otorgarle al caos (mi deidad)
otro ínfimo suburbio en el espacio.
Mi placer mayor era romperlo todo,
casi todo, y que mis manos,
después de cada una de sus proezas,
quedaran ensangrentadas,
con mechones de tormenta entre los dedos,
pescando al vuelo
la postrera maldición del enemigo.
Soñaba con tener un odio de alta tensión
contra todo coloso, enfermo del tamaño,
con el tumor cerebral de un delirio de grandezas,
o contra toda patógena minucia
que sólo puede conjugar el verbo ser
ante el micrófono.
Le daba rienda suelta a mis dos puños
para brindarle a mi deidad
otra ínfima barriada en el espacio.
Mi ilusión era encontrar,
al final de mi proceso destructivo,
la primera piedra de mi fantasía
o los umbrales de la nada.
Romperlo todo.
Todo, todo.
No dejar títere con cabeza
ni con titiritero.
Mi sueño dorado:
dinamitar las entrañas
del sentido común, dar escopetazos
a la razón apoltronada en el trono del príncipe,
destruir a pisotones las brújulas embusteras
que transforman en promiscuos los puntos cardinales,
decapitar los ideales modosos, circunspectos,
nacidos de una triste ambición acomplejada
por su propia estatura,
preparar ratoneras para lugares comunes
y arrojarlos al primer precipicio que nos salga al paso,
tener las casas, los monumentos, las iglesias
—donde el incienso pastorea sus nubes
para meter al cielo en su recinto—,
como materia prima para erguir
la belleza indescriptible de las ruinas.
Yo querría, posteridad, que me recordaras
como alguien que, rompiéndose la cabeza imaginando
cómo producir las más refinadas destrucciones,
era especialista en catástrofes al menudeo,
epicentro de temblores de tierra que, en agrietando
el muro de las supersticiones,
generara en él la náusea en que se forma
la bendita catarsis del derrumbe,
o que me vieras, por lo menos,
como hacedor de algún crimen perfecto,
sin fe de erratas, hermano del milagro,
surgido de las manos iracundas
de un soñador guerrero.
Mi especialidad: hacer añicos
aquellas esperanzas
que, midiendo lo que mide
lo posible, construyera su guarida
en lo más desteñido de lo verde.
¡Ay las patéticas mejoras
que ocultan con brochazos de pintura
la putrefacción de un cáncer
in crescendo!
¡Ay las seguridades que se mueven
en la tierra movediza
de sus pies de barro!
Digo una cifra:
arrojé a un tonel sin fondo
—que tenía por base el infinito—
el 80% de mis más impotentes alaridos,
le corté la lengua a mis vocablos
y, desde la trinchera
de una fe de erratas,
me desdije de todo lo que no es
la bendita presencia de la pedacería.
¿Cómo serían mis memorias
si estuviera dispuesto a pergeñarlas,
a cercenar partes y más partes
de mi cuerpo o a excavar en mi carne
las más oscuras confidencias?
¿Serían la biografía
de un hacedor de entuertos,
un programador de delicadas destrucciones,
la crónica puntual de un chivo
en cristalería, los recuerdos (adelgazados
hasta andar por ahí siendo suspiros)
de un huracán
encerrado a piedra y lodo
entre cuatro paredes?
A pesar de mi pasión,
las virtudes destructivas de mis ansias
están a una efímera flor de marchitarse,
a un manotazo de la nada
de morder el polvo;
se están secando lentamente,
como la llave que, tartamudeando,
mezcla sílabas de agua
con bocanadas de silencio.
Pero aún conservo algo de león envejecido
(que rubrica su cólera
con algún atrevido zarpazo de peluche),
algo de ángel rebelde
(apoltronado en su fatiga),
algo de coloso (con amnesia
de sus pies de barro),
algo de escritor furibundo
(presto a abrirse las venas
con la esperanza de producir
una descomunal
hemorragia de tinta).
Mi puño en alto empieza,
desvergonzadamente, a desmayarse.
Los impulsos se pudren sin decoro
en la más mullida parte del desgano,
y el corazón se niega,
en medio de la carne silenciosa,
a tomar la palabra.
Algo conservo, sí, de león envejecido.
Mas no dejo de observar
con furor y miradas de verdugo
la entereza,
lo compacto de las cosas
que corren a mezclarse
con las ansias de eternidad
que carga en sus entrañas el granito,
los prejuicios que quieren ser estatua
en musculoso embate contra el viento,
la lentitud leprosa de los calendarios,
la infamante parálisis del mármol.
Y sueño con dar escopetazos
a todo delirio de perpetuidad
que brota del averiado cuerpo
del reloj enloquecido.
Oh demiurgo del caos, ya no sabes
arañar las paredes, amenazar
la insoportable petulancia
de lo sólido, agrietar convicciones,
echarle leña al fuego de lo efímero.
Ya no sabes.
Oh juventud perdida en el suburbio
de un minuto cualquiera,
no tengo ya más forma de destruir
trozos de mundo,
distorsionar su imagen, subvertirla,
que la de, sin pudor, romper en llanto.
¿Mentir? ¿Y para qué? Soy un guerrero
que, al chocar de los ímpetus,
se sabe desarmado en medio de la guerra,
más mudo que el silencio,
con pólvora feroz que husmea cataclismos,
pero que se halla humedecida
por la incertidumbre,
la apatía,
o por el lagrimear clandestino
de su propia impotencia.
Mi pasión no claudica.
Atrás de mis palabras
oculto todavía un arsenal
de imprevisibles armas.
Mi cuerpo, transformado
en torbellino de órganos internos,
no da el brazo, ni el sueño,
ni el ideal a torcer.
Mi corazón convoca, voz en sangre,
a aquellos de mis músculos más aguerridos
a continuar la lucha,
teniendo como líder a mi puño.
En éste, mi final, llego con paso firme
y el furor destructivo de siempre,
estando, como nunca, en pie de guerra
contra todos los monstruos o vestiglos
que, devorando mis alrededores,
poco a poco se acercan a mi cuerpo;
mas no quiero tener con la mentira
ninguna complacencia:
no puedo deshacerme del temor
de que a mis espaldas
mi sangre y mis neuronas
busquen firmar un armisticio sospechoso
entre mi corazón y mi cerebro.
Mi sangre, mis neuronas.
Pero sé que esa conjura,
si se trama, jamás prosperará,
porque mi corazón
continúa siendo el soldado en llamas
que desde joven recibió
instrucción militar de sus ideales.
Sabedlo, pues: cuando llegue el reloj
(con puntualidad de destino)
a robarme la vida a mano armada,
me encontrará atareado,
haciendo una trinchera de mi lecho,
buscando tenazmente en mis pupilas
una mirada fija
en que instalar mi ausencia,
y con la mano alzada
—desfalleciente sí, mas indomable—
para empuñar el final grito de guerra
de mi último suspiro.