Del peligro de alquilar el culo en estos días

Juan Hernández Luna

 

Lo que más me dolía era el culo. Como si los hijos de puta le hubiesen metido una marra de acero y olvidado sacarla.

Aquel no había sido su día, de eso estaba segura. Podía jurarlo por Santa Agueda y por San Bonifacio, sus santos preferidos. Primero, habían sido las medias corridas con el lazo del tendero, luego al ir a cagar, descubrió a Zoila espiándola desde la letrina contigua. Odiaba a Zoila, no podía entender cómo a sus doce años, todos los hombres del barrio le fueran conocidos. Y no bastante con ellos, había comenzado a buscar el favor de las mujeres con sorpresa de que no pocas aceptaban acostarse con esa chiquilla que hacía valer su condición de huérfana, quedándose a dormir en el portón de la vecindad y haciendo de la letrina su centro de actividades, tanto para sus escarceos como para espiar a quien usara el retrete de junto.

Aquella tarde salió de la vecindad con las medias rotas y sintiendo el culo embarrado de las miradas de Zoila. Se había retrasado. Cuando llegó a la fonda de doña Esther esta le dijo que el Jirafa la había ido a buscar y se había marchado encabronado luego de esperarla.

El Jirafa dejó dicho que esta tarde y toda la noche quería verla caminar por la 16 Oriente y 11 Norte. Mierda. La peor zona. Ningún cliente. Se podía morir de hastío y nadie le preguntaría el precio de sus piernas abiertas. Y la culpa la tenía el Jirafa por pendejo, por dejarse ganar la calle. La portezuela se escondía por más que la buscaba en la oscuridad. Sintió un jalón en los cabellos y cómo su cara se estrelló contra el cristal, luego vino el golpe, la sangre, el diente roto, la verga sucia y fea del tipo que le aventó fuera del auto sobre el pavimento.

¡Putas gonorreas! Recordaba a su padre lavando su cosa en un lavamanos antes de irse a dormir, su madre sollozando al recibirlo; ella, con los ojos cerrados, tratando de imaginar un día sin nubes, mientras los gemidos de su padre subían y subían hasta convertirse en un feroz barrido que despertaba a los más pequeños. Su madre se levantaba apurada a callarlos y aprovechaba para llorar a solas.

¿Qué sería de su familia? Llevaba años sin tener noticias de ellos, desde que su hermano la encontró recargada frente a la Papelera Armenta con su bolsa de naylon donde guardaba el rollo de papel higiénico. Apenas tuvo tiempo de reconocerlo. De pronto su hermano estaba tirándole patadas. Salió corriendo. Su hermano quedó ahí, llorando –le dijeron sus amigas- al encontrar a su hermana haciendo de puta en una esquina.

¿Qué le contaría a su madre? Que no era cierto que trabajaba en una mueblería, que la hija mayor, la que una ocasión envió una rosca de reyes con un ropero de tres lunas, alquilaba las nalgas en pleno Centro Histórico de la ciudad de Puebla. Ese no había sido su día, como tampoco lo había sido horas antes cuando se le jodieron las medias y Zoila le espió el culo. La mala racha continuó cuando un auto se estacionó frente a ella con un par de tipos adentro.

Uno de ellos usaba lentes oscuros y manejaba el auto, el otro vestía una playera tan ajustada que los músculos de sus brazos parecían trozos de carne muerta. Tenía unos bíceps enormes que pudo ver mejor cuando este le pidió la tarifa por coger con los dos. Tú, nomás di cuanto, dijo.

Parecían levantadores de pesas y pensó en lo afortunado que resultaba tener trabajo a pesar de competir con alguien como Irma y Sonia. Cuando dijo su precio, el par de musculosos nomás se rieron. ¿Se les habría hecho barato? Tal vez hubiera podido exagerar un poco. ¡Qué diablos! Subió al auto, bajaron por la misma 16 oriente y se fueron por la 9 norte. Pensaba que tal vez la llevarían a algún motel de las afueras, por la salida a México. De pronto, notó que el auto iba rumbo al estadio Cuauhtémoc. Cuando salieron de la ciudad, el que usaba lentes debió el auto por un camino de terracería y ahí comenzaron a fajarla.

Eran torpes. Sus manos no sabían de caricias. Cuando supo la razón pensó en lo imbécil que a veces resulta la carne. Aquellos cabrones, con músculos y todo, se trenzaron en un faje que a ella se le antojó de expertos. Se trataban bien entre sí. Fue cuando el de la playera ajustada le ordenó a ella que se empinara. De buena gana hubiera salido del auto para dejar al par de putos con su calentura, pero carajo, la curiosidad por ver en qué terminaba aquellos fue más fuerte, así que prefirió atender el consejo de dar al cliente lo que pida. Se subió al asiento trasero, levantó su falda, bajó las medias rotas y ofreció el culo.

Lo dicho, aquellos cabrones no sabían de caricias, mucho menos de mujeres, porque el buey de la playerita ni siquiera le atinaba, andaba buscando entrar por el chiquito. ¡Estúpido! Decidió que debía mostrarle el camino… Ahí comenzó todo. El musculoso no estaba equivocado. ¡En verdad quería darle por lo más pequeño!

Ni madres, pensó mientras intentaba zafarse. Y no porque le disgustara embarra el palo, sino porque estaba incómoda y sabía que aquel imbécil la lastimaría. Y si quería juntar el dinero para sus dientes no podía arriesgarse a descansar por tener el culo lastimado. Para su desgracia el tipo de lentes la sujetó. Fue así como el de la playerita entró y salió y entró y dio paso al otro que hizo lo mismo y vuelta a repetir mientras se carcajeaban y se daban besitos.

El dolor producido por las embestidas la hizo desmayar.

Cuando despertó sintió entre sus piernas el hilo de sangre que corría pastosa y tibia. Sentía frío. Su falda estaba destrozada, manchada de sangre, le faltaba un zapato y sus medias eran ridículos jirones llenos de lodo.

No podía quedarse ahí, pronto amanecería y el frío de la madrugada sería brutal. ¿Pero dónde estaba? A lo lejos sólo se miraba un caserío. Ya tendría forma de saberlo, primero había que ponerse de pie.

Cuando intentó hacerlo, un zumbido de sal y navajas entró por sus piernas. Jamás el alma le había dolido tanto como esa vez el cuerpo. Sus piernas eran de agua, se volvían cartón humedecido con sangre. De un momento a otro se diluirían con el frío y quedaría condenada a arrastrarse por el resto de sus desgracias, sin poder alcanzar las luces del caserío que lejos titilaban.

No pudo continuar. Junta una magueyera buscó lugar en un montón de tierra donde protegerse del viento y la escarcha. El improvisado refugio le permitió soltar un respiro de alivio. Aprovechó para seguir revisando la derrota y supo que aquellos tipos no se habían conformado con lastimarle el trasero. Sus brazos mostraban saetas de sangre coagulada, culebras de rojo que subían también por su cuerpo. Resultaba cómico, no sabía si llorar o agradecer el saberse aún con vida.

La hilera de magueyes se recortaba contra la noche. La zanja que corría paralela parecía usada como basurero. Por todas partes se miraban desperdicios; latas, pañales desechables, polietileno. La basura ofrecía un espectáculo multicolor y hasta sorprendente. En el fondo, miró lo que creyó era un simple zapato, pero cuando notó que éste iba acompañado de un pantalón y este a su vez de una pierna humana supo que algo fallaba en la lógica de los desperdicios, que aquel cuerpo no pertenecía a esa zanja ni a la basura que en vano había intentado devorarlo.

Es casi un niño, pensó cuando por fin pudo bajar y remover la inmundicia. Miró el rostro amoratado, la sangre seca que había estado escurriendo por su boca, las manos atadas a la espalda y el ojo izquierdo casi desprendido.

¿De dónde llegaba esa claridad que permitía observar con tanto detalle? Alzó la vista. Las nubes daban paso a un astro brillante que le permitía seguir mirando atónita el cuerpo del joven ensangrentado y muerto. ¡Puta madre! Comprendió que a pesar de sus deseos ya no podría irse y dejarlo, mucho menos al notar que el muy cabrón cadáver sonreía.

Al menos no había sido la única a quien las cosas le habían ido de la chingada. Ya eran dos con media madre de fuera, sólo que ella no había muerto, mucho menos podía sonreír como el muertito ese que vestía camisa floreada.

 

[Número 68 – El Neo Policiaco Latinoamericano]

 

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