De lo que hablamos cuando hablamos del amor, de Raymond Carver

Raymond Carver

 

Bolsas

 

Es octubre, un día húmedo. Desde la ventana de mi hotel puedo ver más de lo que quisiera  de esta ciudad del medio oeste. Puedo ver las luces que se prenden en unos de los edificios, el humo de las altas chimeneas industriales elevándose en un ascender espeso. Ojalá no tuviera que mirar.

Quiero compartirles una historia que mi padre me contó cuando yo iba de pasada por Sacramento hace un año. Tiene que ver con eventos que lo involucran dos años previos a ese entonces, antes de que él y mi madre se divorciaran.

Yo vendo libros. Represento a una organización bien reconocida. Trabajamos con libros de texto, y nuestras oficinas están en Chicago. Mi territorio es Illinois, partes de Iowa y de Wisconsin. Había estado atendiendo a la convención del Western Book Publishers Associataion en Los Ángeles cuando se me ocurrió que podía ver a mi padre un par de horas. Y es que no lo había visto desde el divorcio. Así que revisé la dirección que tenía en mi cartera y le mandé un telegrama. A la mañana siguiente envié mis cosas a Chicago y tomé un avión a Sacramento.

Me tardé un minuto en ubicarlo. Estaba parado donde estaban todos los demás – o sea, detrás de la puerta de abordaje – cabello blanco, lentes, pantalones Sta-Prest cafés.

“Papá, ¿Cómo estás?” dije.

Dijo, “Les.”

Nos dimos la mano y caminamos hacia la terminal.

“¿Cómo están Mary y los niños?” dijo.

“Todos están bien,” dije, aunque no era cierto.

Abrió una bolsa blanca de confitería. Dijo, “Traje algo que quizá quieras llevar. No es gran cosa. Es Almond Roca para Mary, y unas gomitas para los niños.”

“Gracias,” dije.

“No lo olvides cuando te vayas,” dijo.

Nos quitamos del camino de unas monjas que iban corriendo a la zona de abordaje.

“¿Un trago o una taza de café?” dije.

“Como quieras,” dijo. “Pero no traigo coche,” dijo.

Encontramos la sala de espera, pedimos tragos, encendimos cigarros.

“Pues aquí estamos,” dije.

“Pues, sí,” dijo.

Encogí los hombros y dije, “Sí.”

Me hice para atrás en mi asiento y respiré, inhalando lo que interpreté como el aire de miseria que circulaba su cabeza.

Dijo, “Supongo que al aeropuerto de Chicago le caben cuatro del tamaño de éste.”

“Más que eso,” dije.

“Sabía que era grande,” dijo.

“¿Hace cuánto que usas lentes?” dije.

“Ya hace tiempo,” dijo.

Miró la mesa y luego comenzó a decirlo.

“Casi me muero por lo que paso,” dijo. Descansó sus brazos pesados a los lados de su vaso. “Eres un hombre educado, Les. Tú vas a ser el que lo entienda.”

Puse el cenicero de lado para leer lo que tenía debajo: CLUB DE HARRAH/ RENO Y LAGO TAHOE/ BUENOS LUGARES PARA DIVERTIRSE.

“Era una mujer de Stanley Products. Una mujer pequeña, de pies y manos pequeñas y cabello negro como el carbón. No era la cosa más bella del mundo. Pero se comportaba de una forma. Tenía treinta y tenía hijos. Pero era una mujer decente. Pasara lo que pasara.”

“Tu madre siempre le compraba a ella, una escoba, un trapeador, algún relleno para un pay. Ya sabes como es tu madre. Era un sábado, y yo estaba en casa. Tu madre estaba en otro lado. No sé donde estaba. No estaba trabajando. Yo estaba en la sala leyendo el periódico y tomándome una taza de café cuando alguien tocó la puerta y era esta mujer pequeña. Sally Wain. Dijo que tenía unas cosas para la Sra. Palmer. ‘Soy el Sr. Palmer,’ digo. ‘La Sra. Palmer no se encuentra,’ digo. Le digo que se pase, sabes, y que pagaría por las cosas. Ella no sabía si pasar o no. Sólo se quedó parada ahí sosteniendo una pequeña bolsa de papel y el recibo.

“’Ve, déjame eso,’ digo. ‘Por qué no pasas y te sientas un minuto mientras busco el dinero.’

“’Así está bien,’ dice. ‘Se vale deber. Mucha gente lo hace. Está bien.’ Y me sonrió para hacerme saber que está bien.

“’No, no’ digo. Lo tengo. Mejor lo pago ahora. Tú te ahorras otro viaje y yo me ahorro la deuda. Pasa,’ dije, y mantuve la puerta abierta. No era cortés tenerla allá afuera.”

Tosió y tomó uno de mis cigarros. Al otro lado del bar una mujer se rió. La miré y después volví a leer el cenicero.

“Se pasa, y digo, ‘Un minuto, por favor,’ y voy al dormitorio a buscar mi cartera. Busco en la cómoda, pero no la encuentro. Encuentro un poco de cambio y unos cerillos y mi peine, pero no encuentro mi cartera. Y es que tu madre se había pasado la mañana limpiando. Así que me regreso a la sala y digo, ‘Pues, parece que tendré que seguir buscando.’

“’No te molestes, por favor,’ dice.

“No es molestia,’ digo. ‘De cualquier forma tengo que encontrar mi cartera. Ponte cómoda.’

“’Oh, así estoy bien,’ dice.

“’Oye,’ digo. ‘¿Supiste de aquel gran robo en el este? Apenas lo estaba leyendo.’

“’Lo vi anoche en la tele,’ dice.

“Se salieron con la suya,’ digo.

“Increíble,’ dice.

“’El crimen perfecto,’ digo.

“’Casi nadie se sale con la suya,’ dice.

“Ya no sabía que más decir. Sólo estábamos parados ahí mirándonos. Así que fui a la terraza y busqué mis pantalones en el cesto, donde supuse que tu madre los había dejado. Encontré mi cartera en el bolsillo trasero y me regresé al otro cuarto y pregunté cuanto debía.

“Fueron tres o cuatro dólares, y le pagué. Después, no sé por qué, le pregunté qué haría con él si lo tuviera, todo ese dinero que los ladrones se llevaron.

“Se rió y pude ver sus dientes.

“No sé que me pasó entonces, Les. Cincuenta y cinco años de edad. Hijos ya crecidos. Ya sabía estas cosas. Tenía el doble de su edad y esta mujer tenía hijos que iban a la escuela. Hacía ese trabajo en Stanley nada más mientras estaban en la escuela, sólo para tener algo que hacer. No tenía que trabajar. No les iba mal. Su esposo, Larry, manejaba para Consolidated Freight. Ganaba bien. Estaba en el sindicato.

Se detuvo y limpió su rostro.

“Cualquiera se puede equivocar,” digo.

Sacudió la cabeza.

“Tenía dos niños, Hank y Freddy. Uno tenía como un año más que el otro. Me enseñó unas fotos. Como sea, se rió cuando le dije eso del dinero, dice que supone que dejaría de vender en Stanley Products y que se mudaría a San Diego y que compraría una casa. Dijo que tenía familia en San Diego.”

Encendí otro cigarro. Revisé mi reloj. El cantinero levantó sus cejas y yo levanté mi vaso.

“Así que ahora está sentada en el sofá y me pregunta que si tengo un cigarro. Dijo que había dejado los suyos en su otro bolso, y que no había fumado desde que salió de casa. Que no quería comprar de la máquina dispensadora cuando tenía una cajetilla en casa. Le dí un cigarro y le sostuve un cerillo. Pero créeme, Les, mis dedos temblaban.”

Se detuvo y observó las botellas un minuto. La mujer que se había reído antes tenía tomados de los brazos a los hombres que estaban a su lado.

“Todo se pone borroso después de eso. Recuerdo preguntarle que si quería café. Que acababa de prepararlo. Dijo que tenía que irse. Que quizá tenía tiempo para una taza. Salí a la cocina y esperé a que el café se calentara. Créeme, Les, te lo juro por Dios, nunca engañé a tu madre durante todo el tiempo que fuimos marido y mujer. Ni una sola vez. Hubo ocasiones en las que quise y tuve la oportunidad. Créeme, no conoces a tu madre como yo.”

Dije, “Ni lo digas.”

“Le llevé su café, y para entonces ya se había quitado su chaqueta. Me siento al otro lado del sofá y nos ponemos a hablar de cosas más personales. Dice que tiene a dos niños en la primaria Roosevelt, y que Larry era conductor y a veces se iba hasta una semana o dos. A Seattle, a Los Ángeles, o quizás a Phoenix. Siempre alguna parte. Dice que conoció a Larry cuando iban en la prepa. Que estaba orgullosa de que lo habían logrado. Luego, un poco después, soltó la risa por algo que dije. Era algo que se podía ver de una forma u otra. Luego me pregunta que si había oído el del vendedor de zapatos ambulante que llega con la viuda. Ese nos dio risa, y luego le conté uno un poco más sucio. Y entonces ese le da mucha risa y fuma otro cigarro. Una cosa está llevando a otra, eso es lo que esta pasando, sabes.”

“Pues, ahí fue cuando la besé. Recliné su cabeza sobre el sofá y la besé, y pude sentir como su lengua se apresuraba por entrar a mi boca. ¿Ves lo que te digo? Un hombre puede ir por ahí siguiendo todas las reglas y luego ya nada importa para nada. La suerte se le acaba, ¿sabes?

“Pero se terminó en muy poco tiempo. Y después me dice, ‘Seguro crees que soy una zorra o algo,’ y luego nada más se va.

“Estaba muy agitado, ¿sabes? Arregle el sofá y le di la vuelta a los colchones. Doblé todos los periódicos y hasta lavé las tazas que habíamos usado. Limpié la cafetera. Todo el tiempo estuve pensando qué iba a decirle a tu madre. Tenía miedo.

“Bueno, así fue como empezó. Tu madre y yo seguimos igual que siempre. Pero ahora también estaba viendo a esa mujer seguido.”

La mujer al otro lado del bar se levantó de su banquillo. Se encaminó hacia el centro del local y comenzó a bailar. Giraba la cabeza de un lado para el otro y chasqueaba sus dedos. El cantinero dejó de preparar tragos. La mujer levantó sus brazos más arriba de su cabeza y se movió en un pequeño círculo en medio del local. Pero luego dejó de hacerlo y el cantinero volvió a su trabajo.

“¿Viste eso?” dijo mi padre.

Pero yo no dije nada.

“Así es como pasó,” dijo. “Larry tenía su agenda, y yo iba cada vez que tenía la oportunidad. Le decía a tu madre que iba a un lado u otro.”

Se quitó los lentes y cerró sus ojos. “No le había dicho esto a nadie.”

No había como responderle a eso. Miré el campo afuera y después revisé mi reloj.

“Oye,” dijo. “¿A qué hora sale tu avión? ¿No puedes tomar otro? Déjame invitarte un trago, Les. Pídenos otros dos. Me voy a apresurar. Ya casi termino. Escucha,” dijo.

“Ella tenía la foto de él junto a la cama en el dormitorio. Al principio me molestaba, el que tuviera su foto ahí y demás. Pero después de un tiempo me acostumbré a ella. ¿Ves cómo un hombre se puede acostumbrar a ciertas cosas?” Sacudió la cabeza. “Es difícil de creer. Pero todo acaba mal. Tú sabes esto. Tú ya sabes todo esto.”

“Sólo sé lo que me dices,” dije.

“Te lo voy a decir, Les. Te voy a decir qué es lo que más importa aquí. Verás, hay ciertas cosas. Cosas más importantes que el que tu madre me dejara. Ahora, presta atención a esto. Una vez estábamos en la cama. Era como la hora de comer. Solamente estábamos ahí acostados platicando. Quizá me estaba quedando dormido. Era como soñar antes de dormir, sabes. Pero al mismo tiempo, me decía a mi mismo que ya casi tenía que levantarme para irme. Así estaba cuando un coche se estaciona en la cochera y alguien se baja y golpea la puerta.

“’Dios mío,’ grita ella. ¡Es Larry!”

“Seguro enloquecí. Creo que pensé que si salía por la puerta de atrás me iba a alcanzar y me iba a lanzar contra la cerca que había en el patio y que quizá me iba a matar. Sally mientras tanto estaba haciendo un ruido extraño. Como si no pudiera respirar. Tiene puesta su bata, pero no esta cerrada, y ella esta parada en la cocina sacudiendo la cabeza. Todo esto está pasando al mismo tiempo, sabes. Ahí estoy yo, estoy casi desnudo, tengo mi ropa en la mano, y Larry está abriendo la puerta. Así que me aventé. Me aventé a través de su ventana, a través de todo el vidrio.”

“¿Te escapaste?” dije. “¿No te persiguió?”

Mi padre me miró como si me hubiera vuelto loco. Observó su vaso vacío. Yo revisé mi reloj, me estiré. Tenía un pequeño dolor de cabeza justo detrás de mis ojos.

Dije, “Creo que ya casi me tengo que ir.” Pasé mi mano por mi barbilla y ajusté el cuello de mi camisa. “¿Sigue en Redding, esta mujer?”

“No sabes nada, ¿verdad?” dijo mi padre. “No sabes absolutamente nada. No sabes nada más que vender libros.”

Ya casi me tenía que ir.

“Ay, Dios, lo siento,” dijo. “El hombre se derrumbó, eso es lo que pasó. Se cayó en el suelo y lloró. Ella se quedó en la cocina. Se quedó llorando ahí. Se dejó caer sobre sus rodillas y le rogó a Dios, fuerte y claro para que el hombre la escuchara.”

Mi padre quería decir algo más. Pero en vez de eso sacudió la cabeza. Quizá quería que yo dijera algo.

Pero luego dijo, “No, ya casi se va tu avión.”

Lo ayudé a ponerse su chaqueta y nos hicimos hacia afuera, mi mano lo guiaba tomándolo del codo.

“Te dejo en un taxi,” dije.

Dijo, “Te acompaño.”

“Así está bien,” dije. “Quizá a la otra.”

Nos dimos la mano. No lo he vuelto a ver.

De camino a Chicago, recordé que había dejado su bolsa de regalos en el bar. Da igual. A Mary no le hacen falta dulces, ni Almond Roca ni de ningún otro tipo.

Esto fue el año pasado. Ahora no le hacen falta para nada.

 

Traducción de Alejandro Gilbert Pérez

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