Juan Quintero Herrera
Estaba terminando de pasar la aspiradora cuando sonó el teléfono. Hacía mucho no sonaba –mucho quiere decir varios días, tal vez un mes, o dos− porque Marta y yo en mutuo acuerdo habíamos decidido no darle el número a ninguna persona que no fuera estrictamente necesaria, y esas personas eran: nuestros padres: los dos suyos, y mi mamá (por si alguna noticia fatal, pues les habíamos pedido, y además nos conocían muy bien que no nos gustaban llamadas de tipo: llamábamos para saber cómo estaban), a la orientadora de su doctorado –pero esa señora nunca había llamado durante los casi tres años que ya Marta había cursado−, y por último a los posibles seleccionadores de personal que osaran a ver el número en mi hoja de vida, y luego osaran a llamarme para una entrevista laboral. Por eso digo que hacía mucho no sonaba el teléfono.
Un hola fue lo único que me salió con miedo y expectativa, y esperé unos segundos silenciosos hasta que una voz femenina, pero gruesa e indescriptible, respondió sin saludar: «Es de parte de Julio, Julio Zabarain, del colegio San Francisco de Majagual».
«Julio, Julio, Julio», me quedó repiqueteando en la cabeza ese nombre que hacía mucho me había propuesto olvidar: « ¿Y usted quién es?, ¿cómo ha conseguido el número?».
Yo creía que de Majagual no quedaban recuerdos. Era el pueblo frugal y polvoroso donde crecí, el cual había dejado atrás por su clima inclemente, por su falta de aspiraciones…evidentemente… por personas como Julio Zabarain.
La frecuencia del teléfono se perdió por unos segundos, y ya estaba dispuesto a colgar cuando nuevamente la voz gruesa, pero femenina me preguntó: «Hola, ¿tú eres Juan?». Y ya se había tomado confianza. Creía que podía tutearme. « ¿De parte?, él habla». Respondí.
«Juan, es de parte de Julito. Julito Zabarain, del colegio, ¿recuerdas?… Yo soy su mujer y bueno él me pidió que te llamara…».
Me dijo otras cosas, que creo eran para ponerme en contexto, y aunque mi oído estaba allí, mi mente sólo rondaba la posibilidad de cómo había conseguido el número. Volví a tierra cuando dijo que Julio quería reencontrarse conmigo «… y sólo puede ser hoy, es que estamos de paso por la ciudad y nos vamos esta misma noche. Sería en el parque de Buenavista, ahorita a las ocho».
«¿A las ocho? –refuté−. Es imposible».
Además, quien le había dicho a ella que el deseo era mutuo. Todavía después de los años «había sangre en el ojo» como para estar complaciéndolo.
«Sí, Juan, por favor, para él es importante, cuento que sí vas. Julio ahora está un poco más grueso y para la ocasión vestirá todo de rojo para que lo distingas… No siendo más, me despido y confirmo para avisarle que sí vas, gracias».
La mujer no me dio tiempo de confirmarle. La conversación había sido un monólogo irrefutable de parte de quien yo consideraba la mujer de ese tipo.
Habrían pasado tres minutos desde que sonó el teléfono hasta que colgué, y apenas entonces caí en la cuenta de que la aspiradora, estaba silente, pero encendida, en su velocidad más baja, y a punto de recalentarse. La coloqué en la mayor velocidad y seguí aspirando. Enseguida la apague, era claro que se iba a dañar.
Vi en el reloj de pared –si acaso un minuto para Marta llegar− mi atraso en los oficios. Faltaba un cuarto por aspirar, y algunos platos por lavar. No estaba obligado, pero desde que ella trabajaba y yo me quedaba en casa consideraba aquello mi aporte mínimo para mantener el equilibrio del hogar.
«¡Trick, rut, tuf!» era el sonido característico que Marta hacía en la cerradura cuando abría la puerta.
Entró corriendo, últimamente siempre estaba corriendo.
«Hola mi amor», dijo y pasó por mi lado deprisa, pero se devolvió y me dio el beso de siempre en la boca y siguió a la habitación. Esa noche iba a hablarle con firmeza, pero después de la llamada no tuve cabeza para remilgar por su conducta obsesiva con su trabajo y sus clases. Le iba a decir que hacía el papel de ama de casa para ganarme algo de su atención cuando llegara, lo que claramente no sucedía. Cuando llegaba se metía en sus estudios clínicos, en sus entrevistas a pacientes y en sus metodologías, hasta que yo me cansaba de esperarla y me dormía. Ese último mes, además, solía ir sin aviso a donde su compañera de tesis y me dejaba sin ninguna posibilidad de respuesta. Nada podía hacer porque ella era el jefe de hogar con todas las responsabilidades del caso. Y en la mañana era aún peor, pues cuando me despertaba ya estaba vestida y revisando lo que había adelantado la noche anterior. Entonces le preguntaba si había dormido, y me respondía con su sonrisa habitual, que sí, que plácidamente. Por eso estaba decidido a expresarle mi inconformidad, y el guion de lo que iba a decirle me lo sabía de memoria, tras haberlo estudiado algunas veces.
Pero esa noche, después que sonó el teléfono, el plan de revelarme se me vino abajo y el reloj de pared que estaba en el comedor fue lo único que llamó mi atención cuando ella pasó hacia la habitación. A las ocho había quedado con Julio y ya eran las siete, y hasta ese momento me faltaban varios quehaceres autoimpuestos que a Marta le daba igual si estaban hechos o no. Sólo la conformaba que la cama estuviese tendida para meterse en ella sin contemplaciones, a seguir su trabajo.
Hice el gesto de seguir en la aspiradora, pero debió parecer falso y forzado porque desde el cuarto me dijo que dejara de hacer cosas que no me tocaban. Entonces fui a su encuentro. Se maquillaba frente al espejo y tenía a medio poner un vestido azul cielo.
«¿Vas a salir?», le pregunté y hacía suplicas para que así fuera.
No sé desde cuándo me sentía tan obligado a ser un marido ejemplar, sin salidas nocturnas, lavando los platos, pasando la aspiradora como todo los jueves y sirviéndole la comida a su mujer cuando llegara cansada de trabajar. ¡Ahhh… y sólo esperando un momento oportuno en el que ella no supiera para echarme una jugada de billar! Mirándome en el reflejo del espejo lo confirmó, pues tenía que trabajar con Patri para entregar un adelanto del proyecto. Enseguida bajó la mirada hacia los zapatos. Escogió unos también azules, pero aguamarinos y de tacón. Miré el reloj que descansaba en nuestra habitación, siete y quince pasado el meridiano.
«¡Que rápido pasa el tiempo!», exclamé. Y entonces me preguntó por qué decía eso, mientras seguía arreglándose.
«Ahorita eran las siete cuando llegaste», le dije. «Sí, muy rápido», dijo mientras se acercaba para que le cerrara el vestido. Me di cuenta en ese momento de que me había vuelto un buen marido: el que cierra el vestido. Por otra parte no dejaba de pensar en Julio. ¿Sería un jefe de personal? ¿Aquel vago, bueno para nada podía ser ahora un psicólogo? Qué más podía ser si nuestro número era privado, estaba negado a los locos, a los despistados y a los arbitrarios en la guía telefónica.
Terminó de alistarse en volandas, tomó un arete, guardó un pintalabios y ya se iba cuando se devolvió a despedirse con un beso ligero y de obligación y me confirmó que no le guardara comida.
Al cerrar la puerta, estaba decidido: iba ver a Julio. Guardé la aspiradora detrás de la cocina; no había tiempo para meterla en la su caja y llevarla al cuarto de aseo. Terminé de secar unos platos y me saqué el delantal y lo eché por ahí.
Ya en la habitación, caí en la cuenta de que eran las siete y treinta en el reloj de pulsera que Marta había puesto sobre el tocador. Tenía que darme prisa porque el viaje hasta el parque en colectivo era de casi media hora y en un taxi quizá, y dependiendo el tráfico y las habilidades del chofer, un poco menos. Pero no tenía dinero para taxis. Así que tenía que apurarme. Me atrasó no encontrar un par de medias; una era azul y la otra café; o una era blanca de lana y la otra blanca de seda. No podía encontrar ninguna parecida y me conformé con una gris oscura y una azul petróleo azumadrado.
En el camino desde la casa hasta la estación de bus, pensé que si faltaba no sería la primera vez que no llegaba a una cita. Además, ¿qué me podía interesar una cita con Julio?, ¿por qué entonces debía cumplirle? La verdad no lo supe. Creo que en realidad quería verlo y saber que había sido de su vida. Como adulto quería darle la cara y enfrentarlo, si se daba el caso.
Y es que Julio no era mi amigo. Nada más lo recordaba como uno de esos «machitos» que se encargaba de hacerle la vida difícil a todos sus compañeros del curso. Lo que realmente me motivaba, decía yo, era saber cómo había conseguido el número.
El viaje en el autobús lo sentí demorado y estuve pensando en las salidas del colegio, cuando nos veníamos Julio y yo caminando con un sol templado de mediodía y él empujándome y burlándose de mí durante el trayecto. Era más alto y fuerte, pero estaba en el mismo curso porque había perdido un año por indisciplinado y mal estudiante. Sin embargo, eso poco solía importarle y para esa época cruzaba los dedos para que perdiera también ese año que cursaba conmigo, para no tenerlo más en el salón siendo uno de sus conejillos de indias de burlas y malos tratos que sólo él y cuatro vagos más le secundaban. Así fue, me alegré cuando Julio perdió quinto grado a la sombra mía y de otros compañeros que lo superábamos en intelecto y en todo, excepto en fuerza bruta, la cual usaba en nosotros como un verdadero verdugo.
Me alegró recordar que una vez le había ganado. Regresábamos a casa después de la escuela. Creo que discutimos por un juguete, y en el ajetreo rompió mi camisa y se me salió un lagrimón. Lo amenacé con decírselo a mi mamá pero a él nada lo asustaba, e infundió su terror intimidatorio si me atrevía a hacerlo. Como si hubiese viajado en el tiempo recordé exactamente sus palabras de fuego: «Si le dices a tu mamá, enano de mierda, te voy a liquidar, ¿entendiste?… a liquidar». Y vi sus ojos enrojecerse, como sólo después vería enrojecer los ojos de los drogadictos.
Esa vez sin pensar mucho en las consecuencias le puse la queja mi mamá. Ella hizo valer mis suplicas ante el tío malhumorado de un Julio, que sólo allí supimos que no tenía papá. Él tío sin aceptar justificaciones le dio en presencia nuestra algunos coscorrones. Y aunque mi regocijo de aquella victoria Julio me lo cobraría después, nunca más él volvió a verme como ese tonto inofensivo.
Y así iba pensando que no era tan perdedor, una víctima más del bullying, y que tal vez para quitarme de una vez por todas esa sombra del pasado era que acudía a esa cita, cuando de repente, como quien sale de un trance hipnótico vi las vitrinas de La Heladería Americana y expedito me abrí camino entre los pasajeros, bajé en la Estación Santander, desde donde debía caminar un par de cuadras hasta llegar al parque. En realidad, corrí, eran las ocho en punto y en primer momento no vi ningún gordo, como me imaginaba a Julio después de la descripción que me dio su mujer en el largo monologo por teléfono. Estaba convencido por experiencia propia que las mujeres suelen apaciguar las miserias de sus esposos. Para mí estar un poco más grueso era estar gordo, y allí no había ninguno.
Busqué y busqué en el parque en medio de las pocas personas de ese martes estival. Pregunté a una señora que atendía un puesto de comidas rápidas que estaba por cerrar, recibí un no como respuesta. Después de una larga insistencia me senté en las bancas que daban hacia la Panadería 20 de julio y la avenida principal. Como último recurso traté de buscar hombres de espaldas amplias o brazos musculosos, lejos de la figura escuálida del recuerdo de Julio. Los pocos que estaban eran flacos, para colmo ninguno vestía una prenda roja. Se me hacía raro que un hombre como Julio se vistiera totalmente de ese color. Pero quizás lo había hecho para identificarse ante mí por su aparente cambio de chico alto, pero flaco, como lo recordaba en la época colegial.
Después de media hora de espera infructuosa, me decidí a marcharme, sabiendo que no era culpa mía. No lo mencioné antes, pero antes de salir me había puesto una gorra que era histórica de los campeonatos intercolegiales de fútbol, que seguro él iba a identificar.
En el único quiosco de chucherías que estaba abierto en el parque, cambié el único billete que me quedaba para tener monedas para el colectivo, pues desde que dejé de trabajar fui gastando austeramente mis ahorros, evitando –por puro machismo− que Marta me diera plata. Con las monedas que me sobraron compré una empanada de pollo, y mientras la comía percibí que una mujer se quedó viendo mi gorra, pero, detrás de ella, otra también la miró. Y entonces creí que era sin duda su apariencia histórica y peculiar, desteñida y deshilachada lo que causaba atención.
Ya en la estación, tomé un bus vacío y tuve un trayecto tranquilo junto a tres ancianos más que se subieron. Pasé el viaje arrellanado en la última banca de atrás junto a la ventana, con la mejilla pegada al vidrio hasta que un fuerte frenón fue el aviso de que había llegado. Bajé cabizbajo y lento en el paso, y al cruzar la esquina, vi que Marta venía caminado por la acera de enfrente.
«Ayyyyy. ¡Caramba! ¿Por qué se devolvió tan rápido?», me pregunté.
En medio de pensamientos atolondrados corrí las dos casas que faltaban para llegar a la nuestra, creyendo que era la única manera, si es que había manera, de que ella no me viera. Entré, y a los segundos sentí el habitual «trick, rut, tuf» al abrir la puerta. Fue el tiempo justo para sacarme la camiseta y echarme en la cama y prender la televisión. «Yo no sabía, yo no sabía», entró al cuarto diciendo y mi pánico tuvo que ser evidente a la posibilidad de enfrentarme a la verdad. Me hice el tonto, como quien no es conmigo, siguiendo las imágenes en el televisor. Era un partido, entre Boca Juniors y Real Madrid.
«¿Qué te pasa? ¿Qué haces?», me preguntó. «Ni siquiera un saludo cuando llego me das. Todo por un partido de fútbol».
«¿Por qué dices eso? Nada en especial. Veía televisión, pero no hay nada bueno». En ese instante supe que era la retrasmisión de una final intercontinental de clubes. «Este partido es viejo, jugaba Palermo y Roberto Carlos».
Balbuceé esa respuesta nerviosa que seguro dejó muchos indicios.
«Sabes que no sé de eso. Para mí Palermo es sólo una ciudad, y Roberto Carlos es un cantante. Volví corriendo porque Patri me recordó al llegar que hoy saldríamos en el programa de las nueve… aquel sobre doble personalidad. Y yo no sabía, yo creí que era mañana».
«Ah, era eso», le dije, y me vino el alma al cuerpo por no haber sido descubierto.
Tampoco tenía nada que ocultar. Pero por alguna razón pensé que ese «yo no sabía» era el comienzo de una hojarasca de reproches que iniciaban con esas palabras: yo no sabía que te escapabas por las noches cuando me iba a estudiar, yo no sabía que tenías un verdugo de tu colegio, yo no sabía que me mentías, etc, etc.
«Pues sí, era eso, qué más podía ser». Y siguió al baño y desde éste continuó: «Y como sabes lo mucho que me interesa el tema y que tu esposa te quiere y te ama, vine a vérmelo contigo… y bueno… dejamos el adelanto para mañana. ¿Cómo te parece? ¿Ves cómo te quiero?».
«Gracias mi amor», le dije sonriendo mientras una gota de sudor caía de mi cabello en esa noche fría.
Todavía me repiqueteaba el corazón cuando ella salió del baño en ropa para dormir y se acurrucó junto a mí y me abrazó en la cama, y una gota de sudor caída tocó su mejilla.
«¿Estás sudando? ¿Con tanto frío?». «No sé, mi amor».
En ese preciso momento me empezaba a sentir bien con su presencia, pero sonó el teléfono y ella se levantó para contestarlo. Ambos nos miramos sorprendidos. ¿Una mala noticia? Sólo podía ser. Ningún jefe de personal llama por la noche, menos, después de ocho. Ella se adelantó al paso y fue a atenderlo.
Después de unos segundos, me llamó: «Juan, te llama un tal Julio». «Julio, Julio, no sé quién es Julio», repliqué haciéndome el desentendido. Marta y yo no teníamos secretos y mis pocas amistades eran sus amistades y por tal motivo se extrañó de un tal Julio, y entonces yo debía aparentar lo mismo. Llegué al teléfono de la sala con la tranquilidad del desesperado, y esperé a que ella estuviera bien adentro del cuarto, para que no me oyera. Me acerqué a la bocina y hablé de primero y sin esperar respuestas.
«Hola Julio, ¿qué pasó?, me era muy difícil ir, pero hice el esfuerzo y tú no llegaste. Soy un hombre casado, con mujer y responsabilidades y, sin embargo, hice el esfuerzo».
«Juan, Juan».
Aquella era la misma voz gruesa pero femenina de aquel monólogo.
«Allí estuve», confirmó. «¿Qué?», le grité al instante.
«Tal cual», me respondió asustada o asustado. «Estuve allí, fui la mujer de rojo que te estuvo viendo la gorra y tú no le respondiste. ¿Te acuerdas que iba de rojo? Y, Juan, no te asustes, pero te encontré, desde el colegio te estaba buscando, y ahora te encontré».
Y dejó de hablar, pero su respiración pesada y entrecortada revelaba el miedo y la alegría de la confesión.
«Pero, ¿por qué a mí?».
«Es que no entiendes, es desde el colegio, y mañana me voy, sabes, son las cosas del destino, vi tu nombre y teléfono en esa hoja de vida».
«¿Cuál?», le inquirí.
«La que enviaste para el puesto en México, me llegó a mí, trabajo allá, y aunque no cumples el perfil, sí sabía que era una señal para reencontrarnos».
De repente −y como era de esperarse por una llamada atípica−, Marta se asomó desde la puerta del cuarto y debió percibir mis cejas apretadas, mi frente estrechada, producto de ese personaje indescifrable del teléfono, pero se hizo la que no había percibido nada y me avisó que el programa estaba por comenzar, y volvió al cuarto.
Entonces puse el teléfono en mi pecho que latía a velocidades incalculables, la miré tratando de controlarme, y con una sonrisa fingida le respondí: «Ya voy amor».
Sabía que mi expresión lo decía todo para Marta, y que empeoraba las cosas tratando de aparentar lo contrario. Ya pensaba los cuestionamientos en el cuarto. Pero debía tomar el último aliento y terminar con todo eso: «Creo que no es buena idea, nada de esto Julio o Julia. No me llames más, por favor. Si querías que alguien lo supiera, ya lo sé, por favor no me llames más». «Lo único que lamento es no haberte dado la cara cuando te vi». Terminó y me dejó en la línea.
Al colgar conté hasta diez antes de volver al cuarto, y puse mi mejor cara de «sereno».
¿Quién es Julio?, fue la primera pregunta. Un jefe de selección, le respondí. ¿A estas horas?, continuó. Y enseguida, ¿y con esa voz? Yo empezaba a revolar respuestas, cuando volvió a sonar el teléfono. Por la cercanía de ella con la puerta que daba hacia el corredor de la sala, me fue imposible la intención apresurada de ir a contestarlo. El miedo me tenía que estar delatando.
Comenzaba el cabezote del programa, el presentador hacía una introducción histórica de las personalidades dobles, haciendo énfasis en que desde tiempos inmemorables personajes de una y otra época lo habían padecido, desde el Gran Alejandro Magno hasta el asesino de John Lennon, los dos con complejos de homosexualidad temprana en sus vidas y reprimidas por los ambientes machistas, discriminatorios o exigentes que sus entornos les infundían. Después el presentador dio pasó a su primer invitado, Patricia Saralegui –quien era la compañera de Martha en la tesis−:maestra en psicología clínica de la Universidad Central y asesora del Banco de la Nación en selección de personal ejecutivo.
Le perdí la pista al programa cuando Marta llegó al cuarto con una mirada escéptica, la típica de ella cuando la asaltaba la incredulidad.
«Te llama una tal Julia», me espetó y se acostó con prisa en la cama, mientras el presentador hacía introducción de su otra invitada especial, una psicóloga que enfocaba su trabajo precisamente en las personalidades dobles, y entonces aparecía por el estudio de televisión, al ritmo de la voz del presentador, Marta, más bella que nunca.
En ese instante yo debía estar igual de sorprendido que ella con la tal Julia o Julio, que me seguía acosando. Aun así, y tratando de quitarle importancia a todo, volví al teléfono, no sin antes decirle al salir del cuarto: «No sé quién es esa tal Julia». Su cara de incredulidad lo decía todo: «Sí, Julia, Julia, contesta que tenía prisa».
Y entonces me fui acercando al teléfono repitiendo lo que decía el presentador cuando hacía la introducción de Marta en el programa: «Personalidades dobles, personalidades dobles». Y cuando alcé la bocina, vi el reloj en la pared marcando las nueve y me pregunté qué sería de mí si esa noche volvía a sonar el teléfono. Y dije hola, asumí una posición tranquila, estaba dispuesto a explicarle mi situación a Julio, ahora Julia, pero nadie respondió. Esa semana no volvió a sonar el teléfono.