José Agustín
El lado oscuro de la luna. Unos amigos me invitaron a una fiesta–a–oscuras, que ahora están de moda. Ya sabes: son iguales que todas, sólo que éstas son en total oscuridad: bueno, siempre andan por ahí unas lamparitas para iluminar bebidas, comida, dogas, y por supuesto para lanzar ocasionales haces indiscretos a la gente en pleno desfiguro. Por lo general la música brama a alto volumen, e inevitablemente hay líos inesperados.
Cuando íbamos a entrar me presentaron a un hombre moreno, delgado, ni joven ni viejo, increíblemente recio, que llevaba una camiseta de manga corta. Se llamaba Arturo. Era el dueño de la casa de la fiesta, que, por cierto venía a ser un bloque negrísimo en la penumbra de la calle. Hasta nosotros llegaba, fuerte y nítida, música de Pink Floyd: El lado oscuro de la luna. Eclipse.
Dentro no se veía nada. Nada. Arturo me tomó del brazo con autoridad y me condujo, pero aún así no dejé de tropezar, pisar, empujar a la gente que bailaba, caminaba, platicaba, o jadeaba en la oscuridad. Nada se veía, Ocasionales cilindros de intensa luz delgada cruzaban la negrura y revelaban golpes de color, ropas, franjas de carne. Enceguecían aún más. La música hacía vibrar la piel. Arturo me condujo por corredores, cuartos, largos pasillos: en todas partes había gente, risas, chasquidos de vasos, conversaciones entretejidas, y todo junto formaba un zumbido parejo, ilusorio como la capa de humo que parecía flotar en la atmósfera. Al poco rato empecé a distinguir siluetas, bultos en movimiento. Las fricciones con otros cuerpos ocurrían en todo momento y causaban risitas, tentaleos, suspiros, íbamos de un cuarto a otro, entre capas de oscuridad casi total, sensual, en medio de la música potentísima, entre risas y, con frecuencia, quejidos o gritos de dolor agudo, carcajadas, incluso detonaciones silenciadas.
De pronto nos hallamos en un pequeño cuarto vacío. Arturo no había soltado el brazo en ningún momento, y de repente no sé qué pasó, tuve la impresión de que ese lugar estaba vivo, las paredes eran de carne cálida, húmeda, palpitante como la mía, al recargarme las caricias me hacían desfallecer, me excitaban como pocas veces en mi vida, se me dificultaba la respiración, y de pronto sentí que me retorcía, no me caí porque Arturo me sostuvo, estaba eyaculando entre oleadas de un placer oscuro, espeso, doloroso, que me hacía contorsionar, pegarme a la pared. Era una eyaculación abundante e interminable, y yo miraba a Arturo, o a la sombra de la oscuridad que debía ser Arturo, y me complacía que él estuviera allá mientras eyaculaba portentosamente. Cuando terminó la emisión mi pantalón estaba empapado de semen. Con la mano encontré una tela, parecía colcha y con ella me limpié un poco las manchas. En ese momento Arturo me jaló hacia sí y me abrazó. Sentí que se me iba la vida, la fuerza vital se me escurría, me dejaba desvertebrado. Con jalones me bajó el pantalón, me abrió las piernas y con un solo golpe me introdujo algo duro y enorme, que iluminó la oscuridad como un fogonazo, un relámpago que inició un dolor insoportable, que me hizo gritar con todos mis pulmones y macerarme los labios porque Arturo textualmente me partió en dos, el ardor desgarrante de la dilatación de mis entrañas me hizo llorar lágrimas incontenibles entre gritos y aullidos de dolor, en fracciones de segundo perdí el conocimiento, y sólo después, como barco en la tormenta aparecía la conciencia de que experimentaba un calor incendiante enteramente distinto y de que Arturo explotaba en una eyaculación que me inundó, me corrió entre las nalgas y las piernas. Yo ahora veía ráfagas de luces por el dolor, con una extraña aurora de placer, de estupor. Arturo retiró el miembro con tanta rapidez que sentí, como en una especie de cámara lenta, cómo volvían a cerrarse las paredes intestinales; no pude desplomarme en el suelo, como hubiera querido: Arturo me jalaba, a duras penas reacomodé mi ropa mojada, viscosa, y lo seguí, tropezando, adolorido y con la piel tan sensible que cada roce se quedaba reverberando.
Regresamos al fragor de la fiesta, siempre en oscuridad, yo detrás de él presintiendo, vislumbrando a veces, su silueta con adoración. Comprendía que era ridículo, imposible, lo que ocurría, pero no podía hacer nada para evitarlo, y mi conciencia apenas llegaba al pasmo, continuamente eclipsada por las olas de dolor y placer. No tenía fuerza y me dejaba llevar en una debilidad caliente. Entramos en un cuarto donde proyectaban una película. La luz de la pantalla me cegó aún más que la oscuridad; allí también estaba lleno de gente y ver las siluetas, recortadas contra la pantalla, me dejó una desolada sensación de horror. Arturo conversaba con un conocido. Me pasaron una pequeña pastilla. Olía a alcohol, mariguana e incienso. Me sobresalté al ver unos ojos ígneos, terribles, amenazadores, como los que veía el príncipe idiota. Vámonos, le dije a Arturo, pero no me hizo caso. No podía controlar el temor frío que anunciaba una temblorina de todo mi cuerpo pegajoso. Pánico inminente. Vámonos, repetí a Arturo, vámonos a la casa. Ésta es mi casa, respondió él, marcando las palabras. Después siguió hablando con sus amigos. Yo, en cambio, me llené de terror. Creí que cualquier movimiento me iba a volver loco ¡Qué tiempos aquellos!
[Número 46 – V Encuentro de Poetas Latinos]