Blancomóvil No 133, Desaparecidos

133 Desaparecidos

Pilar Calveiro

 

[Texto leído en la presentación del No. 133 dedicado al tema de los desaparecidos, el día jueves 1 de septiembre de 2016, en la UACM Plantel del Valle]

Este número de la revista Blanco Móvil se refiere a las desapariciones. Aborda múltiples modos de la desaparición ligados, en primer lugar, con distintas formas de la ausencia y la pérdida. Ernesto Lumbreras, por ejemplo, en su texto Fragua de Gavilanes, rescata con humor y nostalgia los olores de una Ciudad de México ya inexistente, así como la poblada oscuridad de los cinematógrafos antiguos o los viejos estudios del fotógrafo que retrataba «niños marineros» y jóvenes «doncellas con ojos y bocas de vírgenes dispuesta a morir de amor”.

 

Pilar Calveiro

 

133 Desaparecidos

[Texto leído en la presentación del No. 133 dedicado al tema de los desaparecidos, el día jueves 1 de septiembre de 2016, en la UACM Plantel del Valle]

Este número de la revista Blanco Móvil se refiere a las desapariciones. Aborda múltiples modos de la desaparición ligados, en primer lugar, con distintas formas de la ausencia y la pérdida. Ernesto Lumbreras, por ejemplo, en su texto Fragua de Gavilanes, rescata con humor y nostalgia los olores de una Ciudad de México ya inexistente, así como la poblada oscuridad de los cinematógrafos antiguos o los viejos estudios del fotógrafo que retrataba «niños marineros» y jóvenes «doncellas con ojos y bocas de vírgenes dispuesta a morir de amor”.

Por su parte, Aline Peterson extraña otras desapariciones, como el arte de la conversación, sesuda o íntima, que rescataba el poder curativo de la palabra del médico… o del enamorado, ahora perdida detrás de la tecnología que impone mensajes escuetos o peor, emoticones, que se oponen al enriquecimiento de la comunicación. Estas desapariciones, que podríamos considerar producto de una suerte de «muerte natural», por efecto del paso del tiempo, producen cierto dolor y, sobre todo, nostalgia.

Sin embargo, la mayor parte de los textos de esta entrega de Blanco Móvil se refieren a otras desapariciones, que en nuestros días se han adueñado del término “desaparición”, para referirse de manera más particular a aquellas desapariciones que son producto de las violencias actuales y muy enfáticamente a la desaparición forzada como práctica específica. Este acento no obedece a un hecho caprichoso sino que responde a la multiplicación del fenómeno y a su impacto sobre nuestras sociedades, sobre nuestra forma de vida cotidiana e incluso sobre nuestra subjetividad.
La desaparición de personas es la violación de derechos más grave en el mundo actual porque en ella se concentran prácticamente todas las demás. En efecto, cuando se desaparece a una persona, tanto por parte de las redes criminales como por parte del Estado se la hace objeto de secuestro, tortura ilimitada (puesto que no se responde ante autoridad alguna) y, por lo regular, asesinato y desaparición de sus restos. En la actualidad la desaparición forzada afecta especialmente a México. Aunque no existe un registro preciso de los casos, las cifras oficiales hablan de 28 mil personas cuyo paradero es desconocido. Sin embargo, estos registros no discriminan entre los casos de personas extraviadas, los de aquellas que han desaparecido a manos de las redes delictivas y quienes son objeto de desaparición forzada, es decir, las personas en cuya desaparición están involucrada alguna autoridad. Esta aparente confusión no es casual y amerita varias aclaraciones.

En primer lugar, existen numerosos casos en los que consta y está documentada la participación de agentes estatales (policías o militares) en la detención de personas que luego resultan “desaparecidas”, sin que tales autoridades den cuenta de su paradero ni asuman responsabilidad alguna por el hecho. Es decir, hay un primer grupo de desaparecidos sobre los que existe evidencia de la participación estatal en su detención, seguida de desaparición.

Por otra parte, con respecto a las desapariciones realizadas por las redes criminales, hay que decir que para que ests puedan “desaparecer” miles de personas en las más diversas regiones del territorio nacional y, en especial, para que puedan hacerlo permaneciendo impunes, es necesario que cuenten con el respaldo del propio aparato estatal, ya sea a nivel municipal, estatal o federal. De manera que incluso este tipo de “desapariciones”, que se presentan como un asunto privado, entre particulares, son en verdad un problema público sobre el que existe una fuerte responsabilidad estatal, ya sea directa o indirecta. En este sentido, todas estas desapariciones se pueden considerar forzadas, ya sea por la acción directa el Estado, por encubrimiento de las redes criminales por parte de este  o por omisión en el ataque a las mismas.
Por fin, las personas extraviadas corresponden a un fenómeno por completo diferente, que sin embargo no se desagrega de las anteriores como una forma de confundir el problema e invisibilizar la magnitud de las otras dos formas de desaparición sobre las que existe responsabilidad estatal.

Por alguna razón, casi de destino personal, me ha tocado vivir en dos países en los cuales el fenómeno de la desaparición se ha manifestado de manera particularmente atroz: Argentina en los años 70 y México en el momento actual.

En los años 60 y 70 del siglo pasado, la desaparición forzada fue una política de Estado en la mayor parte de los países de la región. Sin embargo, Argentina fue un caso paradigmático para América del Sur, no sólo por el número de personas desparecidas –que los organismos de derechos humanos estiman en 30 mil- sino también porque allí se convirtió en la modalidad represiva del Estado, preferente y casi exlusiva, para acabar con la disidencia política. El circuito secuestro-tortura-detención en aislamiento-asesinato-desaparición de los restos operó dentro de instalaciones militares, donde funcionaron verdaderos campos de concentración, gestionados desde la cúpula del poder militar y siguiendo la cadena de mando de todas las instituciones de seguridad, sin excepción. Con posterioridad a esos hechos, y después de marchas y contramarchas por parte de la justicia, se ha logrado juzgar a los responsables y, a la fecha, se encuentran condenados más de 700 militares y personal civil que operaba con ellos. Estas condenas, al cortar la impunidad han significado también el repudio social a la práctica de la desaparición forzada y la suspensión de la misma.

En México, también existieron desapariciones forzadas en los 70 y, como en Argentina y en los demás países de América Latina. no fueron producto de “excesos” sino que formaron parte de una política oficial, diseñada por el Estado y dirigida contra ciertas formas de la disidencia política. Sin embargo, fueron menos numerosas aunque se reconocen alrededor de mil casos –lo cual no es poca cosa- y se focalizaron principalmente en ciertas partes del territorio nacional, especialmente en la sierra costa de Guerrero. No obstante la relevancia del fenómeno, las denuncias recibidas, la enorme cantidad de pruebas existentes, no ha habido juicios contra los responsables de tales crímenes. Ello ha redundado en una suerte de “autorización” de hecho de esta práctica, que no ha cesado desde entonces. Si bien la incidencia de las desapariciones se redujo considerablemente en los 80 y 90 del siglo pasado, pasando de ser un fenómeno sistemático a uno esporádico, lo notable es que jamás desapareció por completo. Desde los años sesenta hasta el presente, las desapariciones forzadas se siguieron registrando en el país de manera ininterrumpida.

Si los sesenta marcaron el inicio, los setenta el pico de mayor incidencia, para decaer aunque sosteniéndose en las décadas posteriores, el ascenso de Felipe Calderón Hinojosa al gobierno marcó un proceso de reproducción exponencial de la desaparición en todas sus formas. En 2007 se declaró la supuesta guerra contra el narcotráfico, que habilitó la participación de las Fuerzas Armadas en dicho combate, y justo a partir de 2008 se elevaron todas las cifras de violencia en el país: feminicidios, ejecuciones, secuestros y desde luego desaparición forzada.
Es así como llegamos a la cifra oficial de 28 mil desaparecidos que maneja hoy la PGR, sin que se entienda cómo es que ese número se mantiene prácticamente estable en los últimos años, a la vez que tenemos conocimiento día a día de nuevas desapariciones en las más diversas circunstancias.

La situación de México hoy, con respecto a la desaparición forzada es, sin duda, la más grave de América Latina. No sólo los organismos nacionales de derechos humanos dan cuenta de ello sino que otros organismos internacionales de indudable prestigio, como Amnistía Internacional, o American Rights Watch no dudan en caracterizar las desapariciones como forzadas y en demandar al gobierno nacional que trace políticas capaces de interrumpir esta práctica.
Ayotzinapa ha sido un caso emblemático al respecto, que ha concitado parte de la atención nacional e internacional. 43 parece un número insignificante frente a 28 mil y, desde luego, no se trata de que unos desaparecidos pudieran ser más importantes que otros. Pero en Ayotzinapa se reúnen un conjunto de rasgos particularmente significativos. Allí se desaparecen, de un plumazo, 43 personas. Son estudiantes, muy jóvenes, pobres, hijos de uno de los pocos proyectos sobrevivientes de la Revolución Mexicana, como lo son las Normales Rurales. En el operativo de persecución la policía, arbitrariamente, se cobra la vida de diferentes víctimas civiles, absolutamente casuales, sobre las que no pesaba acusación ni sospecha alguna, evidenciando la total desmesura en el uso de la fuerza pública. Incluso la investigación oficial exhibe con toda claridad la colusión entre policías, poder político y redes criminales, que existe en diversas regiones de nuestra geografía pero que aquí aparece desnuda, a la luz pública, como nunca antes. Se evidencia la responsabilidad del Ejército, cuando menos por omisión, así como la voluntad política de mantenerlo al margen de cualquier investigación, sosteniendo su inimputabilidad por principio. Quedan como resultado decenas de muchachos desaparecidos, un tendal de muertos, un joven desollado, padres y madres reclamando justicia y una sensación generalizada de que «hay un tiempo de tragedia en el aire», como nos dice Francesca Gargallo aquí, en este número de Blanco Móvil.

Pero Ayotzinapa no es solo Ayotzinapa, nos remite también los otros 28 mil o quién sabe cuántos. Porque la verdad es que no sabemos cuántos son en realidad y, como ya dijimos, eso no es casual. Se confunde el fenómeno para disimular responsabilidades; se confunden las cifras para disimular la magnitud real de la tragedia. Pero, por lo mismo, y aunque nos cueste, es imperioso «llevar bien las cuentas» como nos demanda Adolfo Castañón, también aquí, en estas páginas. Llevar las cuentas de las muertes, de las desapariciones, de las desapariciones forzadas, para saber cuántos son, quiénes son y así tratar de ir entendiendo esta realidad cuya crueldad parece casi incomprensible. Dimensionar siempre es importante y permite, entre otras cosas, verificar que no estamos frente a algo excepcional sino frente a una práctica sistemática, que tiene sus razones y sus lógicas (económicas, políticas, territoriales), que anudan a las redes criminales con fracciones del Estado. Porque ya no estamos frente a un Estado fuertemente centralizado, como pretendía serlo el de los años  70, sino frente a un aparato fragmentario, desordenado, cuyas partes negocian, para su propio beneficio, tanto con corporaciones legales como ilegales, Para el caso, y mientras existan ganancias suficientes, les da lo mismo. Pero esta autonomía relativa de ciertas fracciones del Estado, de los Abarca o los Duarte o cualquier otro por el estilo, ya sea a nivel municipal o estatal, no cancela la responsabilidad al Estado central, como pretende Peña Nieto. Las autonomías relativas de los “señores” regionales o locales son autonomías pactadas, que corresponden a repartos o negociaciones de control territorial, acordadas en beneficio de una élite económica y política, también corporativa, y decidida a todo para sostener el actual orden neoliberal. 

¡Fue el Estado!, es el grito que resonó después de Ayotzinapa, y que resuena en las 28 mil desapariciones. Es una verdad que todos conocen aunque los políticos y los medios mientan interminablemente, aunque se construyan mentiras que quieren parecer verdades o que algunos insisten en hacer pasar por verdades.

Sin embargo, al mismo tiempo que es preciso señalar la responsabilidad del Estado, no es solo cosa suya. Hay también una responsabilidad social que nos incumbe. «¿En qué país vivimos, donde los muertos hablan y los vivos callamos felices de leer literatura?», nos pregunta Juan Domingo Argüelles desde sus Tres Poemas civiles. Y la verdad es que no podemos responder porque también nosotros estamos un poco desaparecidos.

Una sociedad en la que se desaparece a sus jóvenes mientras la mayoría continúa una vida cotidiana, aparentemente «normal», está también ella misma desaparecida. ¿De qué se nos desaparece?, pregunta Floriano Martins en su artículo «Los desaparecidos». Yo creo que, entre otras cosas, de nuestra condición de sujetos sociales, de la conciencia de que somos parte de un mismo cuerpo, de nuestro vínculo con los otros y con el Otro, de la capacidad de dolernos en el joven, niño, mujer, hombre, viejo, quien sea, dolernos en el otro, nuestro semejante.
Estamos en una situación, en la que, como dice David Huerta: «solamente hay una vibración/ tupida de lágrimas/Un largo grito/Donde nos hemos confundido/Los vivos y los muertos». Y Eduardo Mosches agrega que esto es así porque, en realidad, los «desaparecidos no se han ido, están dando vueltas, contra la imposición de hacerlos fantasmas».

Y es cierto, están entre nosotros y nos demandan «abrir las manos y la mente» -de nuevo Huerta-, apartarnos de los que «fingen ceguera, de los inmunes» -dice Ethel Krauze- para ver, para recordar y para hacer de la memoria un acto que demande justicia, aquí y ahora. Pienso en una memoria que es acto, no solo palabra, una memoria que no se quiere apagar, es cierto, pero que, sobre todo, que no se puede apagar. Porque la memoria se cuida, se cultiva pero también y, especialmente, se nos impone, con toda la fuerza de la vida arrancada que sigue demandando. Aparece una y otra vez, donde y cuando no se la espera para actualizar nuestra deuda con los que ya no están.

Sostener la memoria, mirar lo pasado desde el momento presente, nos permite entender mejor tanto lo que fue como lo que está siendo. Hay una mutua iluminación entre pasado y presente, de la que ya nos habló Walter Benjamin. Y la memoria también nos permite ser “manos amigas”, recoger las voces de los que no están para recuperarlos «como peces luchando todavía», en palabras de Jorge Bocanera. Es decir, nos permite traerlos a la vida aún, a través nuestro, para desaparecer la desaparición de sus voces, de sus luchas y transformar esas ausencias en demanda presente de reconocimiento, reparación y justicia.

Por eso, la pregunta insistente «dónde están, dónde están los cuerpos que se llevaron, dónde están» que hace Esther Andradi desde estas páginas de Blanco Móvil, es un grito que tiene que seguir saliendo de nuestras gargantas. Para sostener y reivindicar su memoria, para identificar a los responsables, para demandar justicia e impedir que se consume la desaparición, la desaparición de ellos y de nosotros mismos.

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