Por Linén Rojas
Pues bien -dijo el viejo sonriendo mientras se frotaba las manos tiesas por el frío, y el vaho caliente escapaba de su boca para perderse en el aire claro del parque- aquí estoy, general… no pensé que volveríamos a vernos… no después de todo lo que ha pasado… o quizá, precisamente por lo que pasó, las cosas tenían que acabar como van a terminar… ¿Se acuerda de Pablo?…
¿Por qué chingados te estoy hablando de “usted”? Ya los dos somos unos viejos y ¡al carajo los títulos, que si es por méritos, ahora mismo voy a rebasar todas tus victorias!– Sacó una soga que pareció medir pasándola entre sus dedos -Te decía que si te acordabas de Pablo, de Juan Pablo Viterbo… ¡Cómo no te vas a acordar si nuestras vidas, la tuya y la mía están marcadas por sus manos! Él es tu padre, casi casi te parió, cabrón; a pesar de eso, no lo conociste mejor que yo. Me parece recordarlo, eran finales de los cincuenta, Pablo y yo nos inscribimos en la Academia de San Carlos. Y ¡cómo explicarte, general!, la vida es una cabrona desalmada, se divierte jugando con nosotros como si fuésemos dados… Uno pone toda su fuerza, -pareció estrujar algo invisible con sus ancianas manos en tanto apretaba los dientes- todo su empeño en la ilusión de alcanzar el objetivo que se ha trazado, carajo… En fin… en ese entonces, Pablo y yo éramos dos muchachos que soñábamos con ser artistas, yo era demasiado callado, me gustaba mirar sin decir una palabra y así podía estarme por horas… En cambio, Pablo, cabrón, era un sol ese hijo de puta… Hay gente que es así, que parece que no pide nunca y todo le está dado. A Pablo, la vida le dio el talento, la destreza por la que yo tuve que luchar sin conseguir que se me entregara del todo. Pablo, el favorito de los maestros y de los mecenas… -el viejo pareció burlarse- No me mires así, general, no soy un mal hombre… Simplemente me he preguntado todos estos años ¿acaso, las personas como yo no merecemos nada? No soy un mal hombre, Pablo me dejó quedarme a su lado, a mí, al sin-amigos, al silencioso, me dejó acompañarle a todos lados y, por Dios, que no he sido ingrato, nunca fui ingrato… Cada vez que él llegaba, dando un puntapié, un golpe con picahielo a mis sueños, yo sólo sonreía, intentaba escucharlo y comprenderlo… Me decía a mí mismo: bueno, ahora es él, pero ya me tocará triunfar a mí…Ya vendrá mi momento… Uno piensa que ser tan bueno, que aguantar tanto te hace merecedor de la fortuna y de la fama y no es verdad… Yo nunca lo entendí, al principio, Pablo no parecía ser mejor que yo, ni más talentoso ni más hábil, pero luego empezó a despegar, a adquirir una maestría inusitada, la plastilina, el barro, lo que fuera, en sus manos adquiría formas precisas, formas más suaves y más alargadas que entre mis dedos… ¡Tú no sabes cuántas veces fracturé el mármol de mis estatuas porque sus brazos no eran lo suficientemente gráciles, cuántas veces abollé la nariz de los bronces porque los ojos parecían vacíos! Y a pesar de eso, intenté quedarme cerca de Pablo para aprender, observarlo, copiar miserablemente, pero no resultaba… cada intento mío era una prueba de que ya no podría alcanzarlo. Él se graduó antes que yo y luego se fue a Francia… esa noche, él llegó a mi casa para darme la noticia, me lo encontré en la sucia escalera del edificio, yo regresaba de intentar vender unos cuadros y me dio vergüenza que notara mi hambre de dos días, así que lo despaché rápido, lo abracé y le deseé buena suerte… Cuando volvió, ya era el maestro Juan Pablo Viterbo, todas las actrices querían que las esculpiera encueradas, creo que hasta Silvia Pinal… ¿Y yo? Pues yo seguía siendo el pobre diablo de Alberto Medrano, el ayudante de Viterbo, su mandadero de caridad… aún sus aprendices me enviaban por las tortas… pero quizá todo eso lo hubiera soportado si el proyecto de Paseo de la Reforma no hubiera llegado nunca, si a Viterbo no le hubieran pedido compartir su arte esculpiendo a Ignacio Mejía Fernández de Arteaga… porque entonces, mi vergüenza hubiera sido más anónima, más íntima y quizá, yo hubiera guardado la esperanza de un día alcanzar a Viterbo… Recuerdo que en su estudio, antes de embalar la estatua, pude verla terminada, era hermosa, el hombre, quien haya sido, un cobarde o un traidor, parecía un héroe y lo único que pudo decirme Viterbo cuando se lo dije fue: «Este es mi legado, Alberto. Quizá lo mejor que he creado. Moriré pero quedará mi obra». Ahí comprendí cuál era mi propia obra: cerciorarme de que nadie volviera a recordar a Juan Pablo Viterbo y sus esculturas… Hoy, al fin ha llegado tu turno, general.
El hombre, que ya había pasado la cuerda por el cuello y brazos de la estatua, jaló con todas sus fuerzas hacia abajo y la estatua se desprendió de su pedestal para caer, con precisión matemática, sobre el diablito que lo esperaba para trasladarlo al negocio de compra y venta de fierro viejo.
Linén Rojas Romero. Estudió la licenciatura en Lingüística y literatura hispánica así como la maestría en Literatura mexicana, ambas en la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla. Ha sido becaria en dicha universidad por parte de la Vicerrectoría de Investigación y Estudios de Posgrado (VIEP) por la tesis Análisis intertextual en el caso “Victoria y Gabriel”/Génesis; y becaria CONACyT por la elaboración de la tesis Análisis del espacio narrativo en Al filo del agua. Ha participado en congresos sobre literatura y comunicación en México, Alemania y Estados Unidos, sus ponencias han versado sobre Agustín Yáñez y su poética. Ha sido revisora para la Revista internacional de la imagen con sede en Illinois, Estados Unidos. Actualmente labora en Secretaría de Educación Pública, en el nivel básico -secundaria- impartiendo la materia de lengua materna y dirigiendo un taller de escritura creativa para los alumnos de tercer grado.