MONJE ENTRE ARCÁNGELES
Para Adolfo Castañón
Al bajar la cabeza, vio sus pies juntos con las medias
de pura lana
blanca. Qué
reverencia sus pies sobre el suelo de madera en que
imagina rebulle la
carcoma, imagina
el tercer
aviso de la campanilla que convoca la hora nona:
sus pies
abrirán
un leve arco como si hubiera un pórtico y darán
tres
pasos cortos al enfundarse en las viejas pantuflas
de tela: alzará
la cabeza
y al ver la portezuela lateral de salida sentirá una
leve animación de
cuerdas y manecillas,
pronto
saludará
a los monjes nimbados de cansancio al trasluz de
una ventana: y tendrá
que alejar
a toda prisa
aquel revuelo de hoces y espadas flamígeras que
lo incitan a plantarse con
las piernas abiertas en
arco y la mano flamígera
en la empuñadura
de una espada.
UN PAN INMORTAL
La dueña
de la noria besó la mula en los belfos, dejó correr
el agua, la harina de cernir
su óvalo. No hubo
pan en toda la mañana y se quedó a la mesa besando
la inasible forma de
un pan, tres
formas
inasibles, una imperecedera dimensión la mesa.
Qué la asustó de pronto
que se puso
a declamar
en medio del campo como si hubiera un silencio de
flores (brotar) de la
cebada o la harina
y el agua
se empaparan en la cocción quebradiza de un pan
viejo: un pan,
incomestible.
Ese pan
de hoz
que siega en la interminable dimensión siempre
encima; debajo, un
patíbulo de cristal:
Dios, quién es la
mujer que huele a
lilas en la plenitud
de abril
y tiene
unos labios sedientos de besar el belfo de las mulas.
Sólo ella conoce el
misterio de comer
la aromática brizna
de las yerbas,
reconoce
en el cuévano
la forma nutritiva del vino la forma nutricia de la
espiga en la canasta:
tan sólo ella reconoce
por su amor a los
belfos la forma
quieta
de la noria en su esfuerzo, la mansedumbre de un
lomo: y su boca se
colma en un pan
convexo, humedecido
por el relente que del
sol a la sombra que
del sol a la sombra
bajo los árboles
masca.